LA 'NUEVA FRONTERA'
La ciudad nos civilizó, la era industrial nos dio los suburbios y la revolución informática nos ha dado esto. Esto, que no es ni ciudad ni suburbio, se llama Orange County o Silicon Valley, por poner algunos ejemplos, y es la nueva forma de vida en las regiones más prósperas del planeta. La residencia, el lugar de trabajo y el micronúcleo de ocio conviven y se extienden hasta donde alcanza la vista, y más allá, unidos por una trama de autopistas (hubo quien creyó que el automóvil se quedaría en el siglo XX) y cables de fibra óptica.
El paisaje de la nueva frontera es limpio y monótono. La estridencia, la grandiosidad, el disparate son cosas del pasado. El rascacielos neoyorquino o el rancho tejano son símbolos de poder tan anacrónicos como la catedral gótica o el palacio presidencial, porque lo importante 'no es lo que uno tiene, sino lo que uno hace'. Eso es como un mantra que se escucha una y otra vez.
Merodeando por Silicon Valley se tiene la impresión de vagar por un inmenso monasterio tibetano, erigido en torno a millones de ordenadores. Los antiguos elementos de cohesión que en una u otra época se hicieron pasar por cultura común -la raza, la religión, las costumbres, la jerarquía- han estallado; el mosaico resultante sólo se mantiene unido por las relaciones profesionales o los intereses económicos. Es el triunfo del individuo sobre las obligaciones de la sociedad. ¿Hay un sentimiento colectivo? 'Sí, el de formar parte de una revolución, el de protagonizar un cambio histórico', contesta Steve Johnson, que sigue la actualidad de Silicon Valley para el Mercury de San José.
Los residentes en las conurbaciones capitalistas/revolucionarias de California no dudan de que pisan las calles del futuro. Aquí están los gigantes de Internet y de la industria audiovisual, la catedral de la nueva tecnología (la Universidad de Stanford) y su santuario más reverenciado (el garaje de Palo Alto donde se fundó Hewlett-Packard); de aquí salen las modas y las filias y fobias contemporáneas; aquí emigran los jóvenes más preparados del planeta, dispuestos a ser ricos y felices en pocos años, y los jornaleros latinoamericanos, convencidos -generalmente con razón- de que sus hijos formarán parte de una confortable clase media. Ingenieros o peones, muchos son inmigrantes ilegales, pero eso es un problema relativo: dejarán de serlo en cuanto tengan dinero.
Si esto es el futuro, Europa no forma parte de él. El sistema de valores que los europeos consideran propio, y que exportaron a a la Costa Este de Estados Unidos, ya no rige aquí. Cosas como la preponderancia del Estado, un cierto sentido de lo colectivo (que abarca desde el transporte público a la redistribución fiscal) y un remoto sentimiento nacional (con su carga de tradiciones, racismos e intolerancias) han quedado atrás, más al Este. En California, rompeolas de Asia y Latinoamérica, imperan lo privado (la calle ha sido reemplazada por el centro comercial), las redes familiares y comerciales (extendidas por varios continentes) y un sentido de misión individual con raras resonancias espirituales. Quizá por eso en ninguna parte se venden más libros sobre religión y mística que en California. La palabra 'impuesto' es malsonante, y es tabú cuando se refiere a la renta. Antes que gravar a sus ciudadanos, los gestores políticos prefieren emitir deuda e invertir lo obtenido en bonos basura (aunque eso suponga finalmente una pérdida de 2.000 millones de dólares, como ocurrió hace unos años en Orange County) y abandonar a su suerte los barrios menos privilegiados. Lo público es pobreza. En California hay cinco vigilantes jurados por cada policía. Los agentes pagados con impuestos, como los de Los Ángeles, célebres por su brutalidad, se concentran en las zonas más deprimidas, normalmente de mayoría negra.
Con la palabra 'trabajo' ocurre lo contrario que con 'impuesto': el término ha perdido la connotación de maldición bíblica. El trabajo ha de ser satisfactorio; la ciudad/monasterio, al fin y al cabo, está hecha para el trabajo. José Miguel Pulido, un joven ingeniero de Lleida afincado en Silicon Valley, opina que 'el trabajo puede formar parte del entretenimiento, porque es creativo y competitivo. También juego a squash con mis compañeros de trabajo. Y los fines de semana vamos a fiestas que sirven para el networking, para hacer relaciones de uso profesional'. Su mujer es más partidaria de ir a fiestas que sólo sirvan para divertirse con amigos. 'Lo que pasa es que aquí es difícil hacer amistades estables. La gente viene y va', explica él. 'Todo acaba siendo muy privado', añade. Marta Solsona, de Ribelles (Lleida), y Amparo Simón, de Segorbe (Castellón), ambas periodistas y ambas empleadas en Yahoo!, cuentan que el fin de semana se planifica 'con semanas de antelación. Nos enviamos mensajes y preparamos cosas. Uno no puede llamar de repente o presentarse en casa de otro. Eso vulnera la intimidad'. Paseando a medianoche por las calles del pequeño centro de Palo Alto, vacío y silencioso, me topé con un mendigo. '¡No me mire!', gritó. Quizá fue casualidad.
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