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Columna
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Mutaciones

Me parece una feliz transfiguración del pasado: están recuperando lo que ni siquiera parecía existir, uno de esos inventos de la memoria. Los viejos combatientes de Villacarrillo hablaban de galerías subterráneas de tiempos de la guerra, refugio contra los bombardeos, pero nadie encontraba las galerías y alguno las supuso mentira de soldado (similar a las mentiras del cazador) o simple cueva magnificada por el proceso de recordar. Ahora los refugios contra los bombardeos de la Guerra Civil han aparecido en Villacarrillo, Jaén, y los visitarán viajeros y turistas, según contaba Carmen del Arco en estas páginas, como se exhibirán los búnkeres de Lopera, casi en el límite entre Jaén y Córdoba.

Los espeleólogos han descubierto los refugios de Villacarrillo. Me imagino a los espeolólogos adentrándose en esas galerías como si descendieran por la memoria de los antiguos soldados, que aún hablan de más pasadizos y, más todavía, de una sala central con bóveda. ¿Les está pasando a estos soldados lo mismo que me pasa a mí con los sitios por donde un día pasé? Lo que me pareció grande una vez (una plaza, una habitación) se revela muy pequeño cuando vuelvo a verlo al cabo de los años: como si al alejarme se hubiera ido agrandando, y al acercarme se achicara, exactamente al contrario que ocurre con las cosas reales.

Está bien que en el paisaje de pacíficos olivos irrumpa turísticamente la guerra pasada y sus trincheras, limpias ahora, como heridas cicatrizadas, monumentalizadas: así el viajero recordará la vida de los antepasados y tendrá ocasión de hablar y oír y contar historias. Se curará de la enfermedad del olvido. Entrará en el mundo que fuimos aunque no lo sepamos: somos nuestra historia, pero ni siquiera sabemos exactamente quiénes somos.

Y oigo que van a convertir la vieja cárcel de Jaén en museo de los iberos: la mazmorra del error y el dolor será un palacio para piezas de la Edad del Hierro agrícola. Hay quien considera que los museos son sarcófagos, pero para mí son casas de la buena memoria: no guardan tropelías, sino piezas salidas del cuidadoso trabajo de unas manos como las nuestras. Cuando voy por las ciudades, me gusta entrar un rato en un museo o una iglesia, aunque puede que sólo sea por la soledad y el silencio, lo más caro del mundo y lo más raro, según decía George Steiner en su conferencia española de hace una semana: hay que ser millonario para aislarse lo suficiente y no oír la música de los vecinos. (Pero, Díos mío, están empezando a poner fondo musical a los museos, pienso mientras mi vecino oye mi tocadiscos).

Otra veces el pasado persiste como una maldición. Leo la carta de María Dolores López, lectora de este periódico: hay un brote de tiña en un barrio de Málaga (cada ciudad de hoy tiene un barrio así, porque en nuestro propio tiempo existen, superpuestos, otros tiempos, todas las edades de la humanidad). En Los Asperones la tiña infecta a ratas, gatos, perros y seres humanos: están en 1940 con el televisor encendido, el año en que dejaron de usarse los búnkeres de Villacarrillo y Lopera.

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