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Tribuna
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El asesoramiento científico a propósito de las 'vacas locas'

El análisis científico independiente debe ser la base, según el autor, de las decisiones de los políticos para hacer frente a la crisis.

No tiene demasiado sentido remontarse a 1990 para redescubrir los problemas de la Comisión Europea, las contradicciones y errores de entonces, en relación con las polémicas sobre la encefalopatía espongiforme bovina (EEB), más conocida por el mal de las vacas locas.

Aunque España parece no haber estado muy atenta, realmente fue en 1996 cuando se inició el cambio en materia de seguridad alimentaria en Europa. La controversia surgió entonces en la UE, como también aquí y ahora, a raíz de la crisis epidémica de EEB. Las fuertes críticas entonces fueron por la insuficiente atención prestada a la relación entre la EEB en el ganado y la enfermedad de Creutzfeldt-Jacobs (ECJ) en humanos. La percepción era de excesiva dominancia o influencia de algunos intereses económicos en los comités europeos. A raíz de esta controversia, el Parlamento Europeo expresó una especial preocupación e interés por los temas de seguridad alimentaria, que se concretó en el Tratado de Amsterdam de 1997. Se apostó con determinación por la necesidad de una mayor vinculación del asesoramiento científico con el interés público, y en particular con la salud del consumidor, ya que se partía de una estructura vinculada a direcciones generales aparentemente más relacionadas con intereses de industrias y comercio que con el interés por la seguridad alimentaria.

Han tenido que pasar cuatro años para que España dejase de bloquear propuestas fundadas científicamente

Y se tomaron medidas en Europa. En abril de 1997, la Comisión disolvió los antiguos comités y reestructuró sus esquemas administrativos para permitir la transferencia de recursos desde varias direcciones generales (DG) a la hoy denominada DG de Salud y Protección del Consumidor, dotándola de nuevas responsabilidades. El proceso, hoy ya muy experimentado, tomará forma definitiva con la fusión de los comités científicos actualmente existentes en lo que se denominará Autoridad Alimentaria Europea (European Food Authority, EFA). La reforma de 1997 supuso un gran cambio cualitativo en el enfoque de los temas de seguridad alimentaria en la UE. Se renovaron los procedimientos para asegurar los principios de excelencia, independencia y transparencia en el reclutamiento de científicos y expertos a todos los niveles; se establecieron medidas que nos obligan a los científicos a declarar cualquier interés económico o conflicto de intereses que pudiera menoscabar nuestra independencia y medidas para asegurar que las presiones políticas o industriales no afecten las deliberaciones de los comités. ¿A qué estamos esperando en España? No repitamos aquí y ahora antiguos vicios.

Han tenido que pasar cuatro años (y algo más) para que algunos Gobiernos, como los de España y Alemania, al parecer con los ojos vendados ante la evidencia del problema, dejaran de bloquear propuestas sólidamente fundamentadas en el análisis científico independiente. Por ejemplo, la transformación de una prohibición parcial (limitada a los rumiantes) en 1994 a una prohibición total en diciembre de 2000 (para todo el ganado) de las harinas de carnes era algo previsible, dadas las recomendaciones científicas existentes. Esperaríamos que este tiempo hubiera servido al menos para alguna planificación, cosa que de momento no se aprecia en España. En cambio, en Dinamarca, de modo simultáneo a la entrada en vigor de las fuertes normativas que han debido implantarse desde enero de este año, se ha podido disponer la inmediata retirada del mercado de todos los productos elaborados con los principales materiales especificados de riesgo para la EEB (cerebro, ojos, médula, amígdalas, partes del intestino). La capacidad de tomar este tipo de medidas da fe de la existencia de estudios previos, con un análisis científico sólido, sustentando la decisión política.

En algunos países, España entre ellos, las prisas y voces de alarma han tenido que esperar a que apareciese la primera vaca loca. Detección, por cierto, casi milagrosa, teniendo en cuenta los pocos medios que se habían dispuesto a tal fin, y por ello mismo doblemente preocupante. Aún hoy se escuchan voces -las cuales, por cierto, si pueden, aprovechan recintos prestigiados- que, para minimizar el problema, vienen a comunicarnos que de no haber sido por las medidas comunitarias ni siquiera nos hubiéramos enterado del problema. A nadie, en este año 2001, tranquiliza saber que podríamos haber continuado en la luna, ajenos al riesgo. Aunque la magnitud del problema de las vacas locas no llegase al límite de la epidemia en nuestro país, lo que está en duda, de no tomar medidas podrían pasar varios años sin saber realmente qué está pasando.

Las medidas urgentes que conllevan la creación de comités de crisis, con políticos y algunos científicos, quizás deberían recordar, o tener como referente, que separar (aunque coordinando) gestión política y evaluación científica de riesgos es lo primero que hay que garantizar en estos casos, si lo que se quiere es generar confianza. La disciplina que denominamos Análisis de Riesgo en materias de seguridad alimentaria, en la que algunos nos vemos inmersos, sirve de base al desarrollo de normas, reglamentos y medidas de todo tipo que permiten mejorar la protección del consumidor. Se compone de tres elementos esenciales: 1. evaluación científica del riesgo, un proceso puramente científico; 2. gestión del riesgo, un proceso puramente de gestión o político, basado en la ponderación de los resultados de la evaluación científica previa, y que conlleva la toma de decisiones, y 3. comunicación del riesgo. Para garantizar la eficacia del conjunto es muy importante que el primer elemento (la evaluación científica) pueda realizarse de modo independiente de las presiones de los gestores o los políticos, y de otros sectores interesados, independientemente de que todos los sectores deban tener garantizada su participación en lo que es el segundo elemento, la gestión. No menos importante es que la comunicación esté basada en los dos elementos anteriores, pero que sea realizada (al menos de manera principal) no por los científicos ni por los políticos, sino por equipos profesionales cualificados y, en la medida de lo posible, independientes.

El gran problema que aflora es la falta de hábito de los políticos de basar las decisiones en un asesoramiento científico organizado, transparente e independiente, además de todo lo excelente que se pueda. No estamos sólo ante el problema derivado de la crisis de las vacas locas, aunque ésta es, sin duda, un referente emblemático de los problemas que requieren soluciones globales y de las contradicciones de nuestro sistema económico y social. Este hábito de dependencia del análisis experto se requiere en prácticamente todos los ámbitos del actual superdesarrollo, y no parece que su falta pueda solucionarse con improvisaciones, de un día para otro. Por ello, al tiempo que un poco de calma, pediría que se empiece ya la tarea, responsabilidades políticas y de otro tipo aparte, porque no estamos ante un tema que pueda resolverse adecuadamente, ni sólo con gestos, a muy corto plazo.

Por poner un referente concreto, con todos sus defectos, es una garantía para todo el que todas las opiniones de los comités científicos de la UE hoy pasen a estar disponibles para todos en Internet, a las pocas horas de su adopción y con todo detalle. Pueden ser así juzgadas, y criticadas, por todos, y si no fueran sólidas no resistirían el mínimo paso de los días. Forma parte de las normas el que si en las opiniones no hay acuerdo unánime, se recojan las opiniones minoritarias, junto con la mayoritaria. La depuración de este procedimiento requiere meses o incluso años, y es difícil que esta forma de proceder se haga realidad en España a corto plazo, máxime teniendo en cuenta la actual presión para afrontar el día a día. Se ha perdido un tiempo precioso y si a la transparencia, excelencia e independencia de los científicos que se elijan no se unen experiencia y medios, las medidas de urgencia pueden quedar en pura imagen y producir un desgaste innecesario en un colectivo, el científico, que es de los pocos todavía con prestigio entre la opinión pública.

Por parte del científico, creo que lo principal es tratar de informar, o colaborar con el informador, sobre los límites entre los que se establecen las verdades científicas, y que éstas son revisables, tras el tiempo de estudio que sea necesario, en función de la nueva información que se obtenga. No es nada recomendable la emisión de opiniones a vuelapluma, fuente de muchos errores, aunque en el entretiempo, mientras políticos y gestores se aclaran, quizás nos toca arriesgar. Que nadie tenga dudas del espíritu de colaborar de todos nosotros, pero hace falta una señal que evidencie una determinación política a la altura de los retos planteados.

En este momento, en relación con el mal de las vacas locas en España, frente a hechos del día a día, posibilidades e hipótesis (y habrá más) menos sólidas, hay que destacar un elemento claramente identificado en el origen del problema: las harinas de carne. Hay también unas medidas establecidas de ámbito europeo, basadas en la opinión científica. Las había también antes, pero todo indica que no se cumplieron. Responsabilidades aparte, lo más urgente ahora es que se cumpla la ley. Lo segundo más urgente es que se trabaje con vistas al medio y largo plazo y también en la hipótesis de que no se cumpla la ley en algunas zonas geográficas. No todas las autonomías están reaccionando igual, y es evidente que falta coordinación en un problema de todos que exige soluciones globales.

Andreu Palou es catedrático de Bioquímica y Biología Molecular del departamento de Biología Fundamental y Ciencias de la Salud de la Universidad de las Islas Baleares y, desde 1997, es miembro (actual vicepresidente segundo) del Comité Científico de la Alimentación Humana de la Unión Europea.

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