Los toros quemados
Los taurinos parecen decidirse por la incineración de cuantos toros se lidien, como solución, al menos transitoria, al problema de la encefalopatía espongiforme bovina (EEB), llamada mal de las vacas locas. La incineración garantizaría, obviamente, que ninguna parte de la res se destina al consumo, de manera que quedaría eliminado el riesgo de transmisión de la enfermedad a los seres humanos. Sin embargo hay diversas e inquietantes incógnitas respecto al toro bravo -y, con ellas, la posibilidad de fraude- que la incineración impedirá desvelar.
Los propios efectos que los lances cruentos de la lidia causan en el toro interesa que sean conocidos por la autoridad científica en estos momentos de zozobra respecto al alcance del mal de las vacas locas. Hasta ahora los aficionados señalaban las malas consecuencias que, por ejemplo, un puyazo trasero produce en la resistencia y movilidad del toro. Pero al quedar incluido el espinazo entre los materiales específicos de riesgo (MER), el puyazo trasero tiene peor alcance que perjudicar la lidia, pues si el espinazo fuese portador de la EEB provocaría que se extendiera la infección por todo el cuerpo.
La regla de la tauromaquia era que el puyazo se diera en el morrillo, y así se estuvo exigiendo en todo tiempo, ya que esa no es zona vital. Desde hace unos años, sin embargo, los picadores pican trasero indefectiblemente, con serio riesgo de dañar el espinazo, sin que se hayan tomado medidas por parte de la autoridad gubernativa para evitar estas tropelías.
Con los instrumentos de matar -estoque, descabello y puntilla- también pueden producirse daños similares si bien el Ministerio del Interior afirma taxativamente que el golpe de descabello y el de la puntilla producen una sección limpia que no ocasiona derrame ni afecta al cerebro. Sus argumentos científicos tendrá para esta tajante aseveración aunque quién lo diría cuando matadores y cacheteros marran la puntilla y el descabello.
Hay algunas corruptelas que sólo pueden demostrarse mediante análisis post mortem, como el afeitado de las astas del toro o el supuesto de que se le administren sustancias modificadoras de su comportamiento (por ejemplo, droga), lo cual queda totalmente descartado con la incineración.
Pero, además, no estamos hablando del toro en su sentido más puro; del animal paradigmático de la bravura y el poderío que históricamente fue el toro de lidia. Sino de un animal decadente, feble, a veces parado, a veces desnortado, con unos síntomas patológicos totalmente ajenos a los atributos de su casta.
De esto no se ha dicho nada ni en las reuniones sectoriales ni -que se sepa- en los informes sobre el estado de la ganadería española enviados por el Gobierno a la Unión Europea. Nadie menciona la caída generalizada de los toros; el comportamiento ilógico de las reses que apenas unos minutos después de saltar a la arena, y aun antes de ser picadas, ya están perdiendo las manos, hocicando desfallecidas, rodando por el suelo.
La inhibición de las autoridades gubernativas y por supuesto también las sanitarias, que nunca abordaron este escandaloso problema; la irresponsabilidad de los taurinos; la desfachatez y la estulticia de muchos de ellos y de los corifeos que les rodean, han permitido que persistiera durante años esta anomalía, incomprensible si no es desde la enfermedad (quién sabe si la EEB) o desde el fraude.
Y ahora, en plena crisis de una dolencia que afecta a la salud pública, cuando se someten a inspección las ganaderías de carne y mientras en ellas una simple vaca que pegue traspiés ya es sospechosa de padecer el mal de las vacas locas, en el mundillo taurino se silencia el escándalo de los toros descoordinados e inválidos que se vienen viendo en todos los cosos, y se pide la incineración indiscriminada, con lo cual quedará el vidrioso asunto sumido en el misterio y oliendo a chamusquina.
Babelia
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