Por una ley de autonomía universitaria
En los últimos tiempos, la opinión pública apenas se ha ocupado de la reforma de la vigente Ley de Reforma Universitaria. Es posible que la claridad con que la ministra Pilar del Castillo ha confirmado la prioridad legislativa de la misma haya apaciguado el debate, a la espera de un anteproyecto elaborado por el equipo ministerial a partir del abundante material acumulado.
No es malo que esta contención de la opinión pública haya apartado del primer plano el debate sobre la endogamia. Un debate que, al menos desde el planteamiento que se hizo, no pudo ser en sí mismo más endogámico y provinciano. No sólo porque se desarrolló mirando al retrovisor y sin un análisis cabal de la poliédrica endogamia. Es que, además, que yo recuerde, no se entró en los inicios departamentales de la carrera docente, donde la endogamia tiene sus raíces académicas. Para nada se habló de mecanismos y procedimientos de salida, como si todo el problema consistiera en la composición de las comisiones que han de regular la entrada en los cuerpos docentes funcionariales. En fin, que aquel endogámico debate no sirvió más que para ampliar la convicción de que buena parte de los universitarios necesitamos una cierta reconversión como condición de posibilidad de un servicio público de calidad.
'Sería perjudicial tratar de imponer el problema del profesorado como mascarón de proa de la reforma'
No entiendo, por otra parte, cómo se puede afrontar el problema del profesorado sin un diseño previo del modelo de universidad al que aspiramos. Modelo que habría de acoger la redefinición actualizada de la misión y de las funciones docente e investigadora de la universidad. Cuando se entra en este terreno es lugar común apelar a la autoridad de Ortega y Gasset. ¡Si Ortega y Gasset levantara la cabeza!, nos dicen algunas voces universitarias esencialistas. Sin embargo, ¿no se escandalizaría mi respetado Ortega de nuestra falta de coraje para plasmar lo que hoy han de ser la docencia y la investigación de calidad? ¿No se avergonzaría de que miremos a otro lado ante el desajuste entre la buena práctica docente e investigadora y nuestra concepción del departamento universitario como unidad básica de estas funciones y constituido, al mismo tiempo, por las áreas de conocimiento que son? ¿Qué decir de las relaciones entre docencia e investigación, tan diferentes hoy de las establecidas por la tradición humboldtiana asimilada por Ortega en Marburg? Nada hay tan dañino para el reconocimiento de la docencia y de la investigación, por sí mismas y en su cada vez más compleja relación, como que las universidades convoquen hoy plazas de profesorado a partir de ciertas plantillas elaboradas por criterios docentes y que se adjudiquen según criterios de investigación.
Sería socialmente perjudicial para las universidades que tratáramos de imponer el problema del profesorado -real, por lo demás- como mascarón de proa de la reforma. La sociedad no tolera lo que es percibido como corporativismo. Espera una docencia, una investigación y, consecuentemente, una formación universitaria de calidad. Una universidad pública transitiva y no enroscada. Esa priorización sería también fatal políticamente. Abundan los políticos con sus jaurías mediáticas de resonancia que les tienen ganas a las universidades públicas. Cualquier prioridad susceptible de lectura corporativa sería utilizada como premisa menor, la cual con otra mayor, a proporcionar por la doctrina neoliberal de la globalización, formarían un silogismo cuya conclusión sería la muerte lenta de la universidad pública.
Recuperemos al respecto el proceso seguido por el programa de estabilización y promoción del profesorado iniciado por el anterior ministerio de Rajoy junto con los sindicatos. Era limitado y de difícil encaje competencial, pero oportuno y universitariamente respetuoso. La nueva ministra lo asumió, lo fue puliendo con las universidades y trató de superar los escollos competenciales con las comunidades autónomas. Laborioso proceso que al final tropezó en el área presupuestaria del Gobierno con una gravísima dificultad no prevista: el encaje del programa en el diseño macroeconómico. Las universidades -desconozco si todas- hemos acabado firmando un convenio que proporciona el dinero. Pero con un precio altísimo. Nadie sabe qué hemos firmado, el programa ha perdido su sentido inicial; el equipo ministerial de educación, ninguneado; las comunidades autónomas, humilladas, y las universidades, vejadas. Aprendamos la lección. No para responder reactivamente. Sí para tomar conocimiento de cuál es el escenario político. No dudo del compromiso universitario del vicepresidente Rajoy o de ministras como Del Castillo o Birulés. Pero sí del de otros miembros gubernamentales y de representantes de todo el arco parlamentario, que ni valoran las universidades públicas ni se aproximan a ellas analíticamente, porque las perciben más como carga que como tarea.
Nuestra posición ha de ser social y políticamente responsable. Y nada lo será más que demandar una ley que nos posibilite asumir nuestra responsabilidad. Priorizar la autonomía universitaria reconocida en la hoy tan manoseada Constitución, entendida no como privilegio soberanista, sino como tarea responsable. Y tarea instrumental en cuanto que sólo tiene sentido entendida como garantía de servicio público según los intereses generales. Autonomía como dimensión institucional de las libertades académicas, las cuales, según la tradición heredada -al margen de las relativas a la investigación y a la organización-, son las de determinar a quiénes se enseña, quiénes enseñan, qué se enseña y cómo se enseña. Autonomía que significa que la nueva ley no nos ha de resolver los problemas, sino hacer posible que nos los resolvamos y que implica, por eso, un principio de diferencia entre universidades.
La autonomía universitaria, por ser socialmente comprometida y tener ese sentido, es asimismo rendición de cuentas de los resultados académicos, producidos por nuestro uso del dinero de los contribuyentes y los propios estudiantes. Es autocomprensión como parte de un sistema de acreditación y evaluación, en cuyo interior las universidades han de interactuar, según criterios e indicadores académicos, abiertas a un juego transparente y sin ventajismos de incentivos, penalizaciones o contrato-programas.
Por supuesto, nuestra autonomía se ha de entramar con los derechos fundamentales, en particular los de los estudiantes, y con las competencias de las administraciones. Éste es un reto complicado para la nueva ley, ya que la actual distribución competencial es caótica. La LRU no preveía la transferencia generalizada a las administraciones autonómicas. Han aparecido escenarios nuevos: espacio europeo, movilidad, distrito abierto, acreditación, evaluación institucional y déficit cero. Las comunidades autónomas representan, además, tejidos socioeconómicos, tradiciones culturales y prioridades estratégicas que requieren márgenes de libertad para políticas científicas particulares con su personal e inversiones propios.
Por otra parte, aquí no se pueden aplicar modelos de distribución competencial tomados de otros servicios estatales. Justamente porque a las administraciones central y autonómica hay que añadir la autonomía universitaria, y ésta constituye un núcleo competencial indisponible a cualquier encaje con las competencias de otras administraciones. Esta redistribución, sin embargo, es cuestión clave. De ella dependen muchas cosas. Entre ellas, la redefinición del Consejo de Universidades o la eventual creación de otros órganos de coordinación. Por ejemplo, en el ámbito de la financiación, donde, junto a otras cuestiones, habría que hacer imposible la práctica de alguna comunidad autónoma -no la mía- del 'quien paga manda'. Es cuestión determinante también para el modelo de acceso a la función docente plena. Más si se optara por el de la 'habilitación', fórmula general -compatible con otras paralelas- que es, en mi opinión, la que mejor garantiza la calidad de los candidatos y el ejercicio responsable de la autonomía universitaria según estrategias fijadas en su seno (modulación de docencia e investigación, formación de equipos, establecimiento de nuevas líneas, redimensionamiento de otras...).
Es éste un momento decisivo para las universidades públicas. El escenario actual no es el de la aprobación de la LRU. Estamos determinados por la convergencia europea, por la inquietante globalización, por la borrosidad entre lo público y lo privado, por el ambivalente incremento del PIB, por la mística del déficit cero, por la demografía, por la conciencia social del uso de los impuestos. La firme defensa de la universidad pública exige ahora más que nunca argumentos que calen en la percepción social y política. Porque también aquí vale aquello de que 'ser es ser percibido'.
Antoni Caparrós y Benedicto es rector de la Universitat de Barcelona.
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