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Tribuna:¿Qué modelo de televisión pública?
Tribuna
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El caos como sistema

El anunciado ingreso de RTVE en la UCI de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) es un acontecimiento político de enorme gravedad, la última vuelta de tuerca del caos generado en el sistema televisivo español. Frente a los dictámenes del Consejo de Estado y del Consejo Económico y Social, la adscripción a la SEPI mediante la ley escoba de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado, además de ofrecer serias dudas legales y constitucionales, choca frontalmente con las promesas electorales del Partido Popular de un 'amplio acuerdo parlamentario' para asegurar la objetividad, la imparcialidad y el pluralismo de RTVE.

La segunda gran contradicción es financiera. Porque se anuncia oficialmente una 'macroauditoría', que presupone que el Gobierno no conoce la situación real de una entidad pública sometida a la intervención del Estado y del Tribunal de Cuentas. Se argumenta una enorme deuda acumulada (casi 800.000 millones de pesetas), ampliamente triplicada bajo el Partido Popular, mientras se mantiene una subvención ridícula (apenas el 4% de los gastos). Y se asegura que la gran tarea de la SEPI será proponer un plan estratégico y un nuevo Estatuto, que el Parlamento lleva años discutiendo sin que el Gobierno haya mostrado ningún afán de acuerdo con la oposición.

Con el Parlamento y el Consejo de Administración ninguneados, la 'adscripción' al Ministerio de Hacienda supone un salto en la gubernamentalización e inseguridad de ese espacio público. Porque cuesta trabajo imaginar cómo los ejecutivos de SEPI-Hacienda autorizarán contratos y producciones sin condicionar su programación ni juzgar su calidad y gestionarán las finanzas preservando las funciones de servicio público. Sin modelo de futuro conocido ni debatido, anuncian ya nuevas reducciones de empleo para 'redimensionar' unas empresas cuyo peso debe ser fruto de una trascendental decisión política y cultural de la sociedad española. Lógica de hechos consumados de una entidad habituada a sanear a sus enfermos para venderlos inmediatamente y que sólo puede conducir a la privatización de la primera cadena, lo que situaría a España no en la senda del lejano ejemplo francés (la venta de TF-1 en 1987), sino del modelo latinoamericano, como único país de la Unión Europea con una radiotelevisión pública jibarizada y marginal.

Hay problemas más fuertes de RTVE que tampoco solucionará la SEPI. La denuncia de Bruselas sobre las violaciones continuas de los límites cuantitativos y cualitativos a la publicidad, gravísimas en una radiodifusión pública, son el simple indicio de una fuga hacia delante comercial que culmina la expulsión de los espacios de servicio público (teatro, debates) a horarios cada vez más residuales de la segunda cadena. La saludable externalización de una parte de los programas se está transmutando en una sequía absoluta de la producción propia a favor de contratos secretistas con productoras girasol, ligadas por lazos ostentosos de clientelismo partidista. Sus telediarios emulan con ventaja a las cadenas comerciales por la profusión de noticias de sucesos o del corazón o de otras informaciones light, curiosamente compatibles con la omnipresencia de Aznar y sus ministros. Y las emisiones regionales retroceden visiblemente. En suma, desde el punto de vista de un servicio público independiente, RTVE ha extremado tanto los vicios heredados de los Gobiernos anteriores que puede hablarse de un salto cualitativo en su degradación.

La forzada estancia de RTVE en la UCI viene también a incrementar notablemente el caótico panorama de la televisión en España, caracterizado por una decena de leyes contradictorias, competencias televisivas sometidas al capricho de tres ministerios (Fomento, Ciencia y Tecnología y Economía-Comisión Nacional del Mercado de las Telecomunicaciones), y la ausencia de una autoridad realmente independiente que el Gobierno volvió a rechazar en noviembre pasado. De esta forma, centenares de televisiones locales siguen en la alegalidad o la ilegalidad, mientras el Gobierno adjudica nuevas licencias digitales en opacos concursos a empresas que no tienen, en muchas ocasiones, experiencia alguna en la televisión, pero que evidencian privilegiados lazos políticos. Algunas regiones han comenzado a otorgar concesiones privadas digitales e incluso a duplicar los canales públicos en medio de promesas de privatización inminente de sus televisiones autonómicas. Símbolos extremos de tan patética confusión, contemplamos incluso a televisiones digitales obligadas a ofrecer horarios en abierto... sólo captables por sus abonados; o a concesionarios privados digitales que deben emitir en una televisión local analógica no legalizada para que alguien les pueda ver.

Así, el ansia de control político, en ausencia de una arquitectura debatida, acordada y equilibrada que defina el tamaño, el papel y las superiores obligaciones de la televisión pública, de un modelo racional de agentes privados y de una autoridad neutral capaz de regular y controlar todo el sector, está poniendo seriamente en cuestión el desarrollo de una actividad económica importante -más de 654.000 millones de pesetas de ingresos en 1999, según la CMT-, y la estabilidad de un espacio cultural y político vital para la democracia española.

Enrique Bustamante es catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad Complutense.

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