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Columna
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La Mancha

Creo que fue Ortega quien calificó a Madrid de 'ilustre cerro manchego'. En el Buen Retiro, en la plaza de Oriente o en la Castellana, la ciudad muestra su parentesco con Viena, con París, o según Cela, con Kansas City. Si uno contempla los tejados pueblerinos de las casas del centro desde cualquier altozano, quizá sospeche que esta villa pertenece al partido de Valdepeñas. La exposición de artistas manchegos del Conde Duque viene a confirmar tal sospecha. Madrid no se entiende fuera de La Mancha y La Mancha le redime de su frialdad cosmopolita.

Delfín Rodríguez ha reunido una soberbia muestra que lleva por título Memoria y Modernidad. Traza, en efecto, el camino de las artes de la Nueva Castilla desde fines del siglo XIX hasta hoy. No todos los artistas son 'manchegos de nación', como habría dicho Cervantes. Hay otros que, o bien eligieron esa tierra como lugar de residencia -Saura, Zóbel y otros 'conquenses'- o bien se sintieron atraídos por la luz de los paisajes, de los pueblos y de las aventuras de esa Castilla del Quijote.

Por ejemplo, uno de los cuadros capitales es la Vista de Toledo de Ignacio Zuloaga, pintado desde el cigarral de Gregorio Marañón, pensando en El Greco. También Aureliano de Beruete pintó Toledo, esta vez desde la Vega Baja. Y Enrique Vera y Benjamín Palencia y el Equipo Crónica, todos ellos en voluntario homenaje a Theotocopuli.

Los paisajes y pueblos de La Mancha atraen a los pintores, manchegos o no. Isabel Quintanilla pinta el campo de noche; Pepe Ortega le añade inquietantes personajes; y Sorolla y Regoyos, López Torres, Vázquez Díaz... La extraordinaria muestra se completa con las esculturas de Alberto Sánchez, las fotografías de Ortiz Echagüe, de Alfonso o de Vicente Ruiz; y la cerámica de Cruz Marcos. Si tuviera que elegir un par de cuadros, pensaría en el de Gregorio Prieto Luna de miel en Taormina, que figuró en la exposición de París de 1937, junto con el Guernica, y en un Antonio López, Calle de Santa Rita, de Tomelloso hecho, sencillamente, de luz.

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