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Vientos de 'guerra santa' en Washington

Una 'cruzada' conservadora podría agudizar la división provocada por las eleccionesUna 'cruzada' conservadora podría agudizar la división provocada por las elecciones

¿Se prepara Washington para una guerra santa, una cruzada sin cuartel entre perdedores y ganadores de una de las más controvertidas elecciones presidenciales en la historia de Estados Unidos? Es la pregunta que se hacía esta semana la revista Newsweek a la vista del enrarecido clima político reinante en la capital federal norteamericana antes y durante la toma de posesión de George W. Bush como 43º presidente de la primera potencia mundial. Ciertamente, los analistas políticos no recuerdan, o no quieren recordar, un antagonismo y una tensión parecidos entre demócratas y republicanos en los momentos iniciales de una nueva presidencia. Tensión y antagonismo que no sólo se palpan en los cenáculos políticos, sino que se llevan a la calle, como el mundo entero pudo comprobar con las protestas registradas ayer en el distrito de Columbia contra el nuevo inquilino de la Casa Blanca.

La tensión y el antagonismo no sólo se palpan en los cenáculos políticos, sino que se llevan a la calle
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Las heridas provocadas por una elección en la que, por primera vez en cien años, el ganador resultó ser el perdedor del voto popular -y que, finalmente, consiguió la presidencia gracias a una cuestionada decisión del Tribunal Supremo federal sobre los los cruciales 25 votos electorales de Florida-, tardarán en cicatrizar. Principalmente, porque ninguna de las dos partes pone ningún empeño en conseguir la cicatrización. Hay una parte de votantes demócratas, principalmente la minoría de color, que cree de buena fe que el ganador fue Al Gore y que Bush es un usurpador. Pero hay otra, nada despreciable en porcentaje, que está siendo manipulada por el ala liberal del Partido Demócrata, dispuesta a prolongar este clima de enfrentamiento durante dos años con la mente puesta en las próximas legislativas del 2002, en las que se volverán a renovar la totalidad de escaños de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Es evidente que pronunciamientos como la increíble declaración de Bill Clinton de hace unos días, en la que, rompiendo una tradición centenaria de que el presidente saliente nunca ataca al entrante, afirmó que 'Bush debe su elección a que se detuvo el recuento de votos en Florida', no contribuyen, precisamente, a apaciguar los ánimos.

Pero, del otro lado, del republicano, parece no sólo que se busca, sino que se disfruta con la confrontación. Así lo prueban algunos de los nombramientos realizados por George W. Bush, principalmente los del ex senador por Misuri John Ashcroft para el puesto clave de fiscal general o secretario de Justicia y el de la antigua fiscal general de Colorado Gale Norton para la Secretaría de Interior, departamento que en Estados Unidos no tiene a su cargo el orden público como en Europa, sino que administra, entre otras cosas, las tierras de propiedad federal. Las designaciones, todavía pendientes de confirmación por parte del pleno del Senado, han puesto en pie de guerra contra Ashcroft -conoci-do antiabortista, partidario de la pena de muerte, enemigo declarado del aborto y de la discriminación positiva- a las organizaciones de derechos civiles, a los defensores del derecho de elección de la mujer, a las feministas y a los sindicatos. Contra Norton, acérrima partidaria de la explotación comercial de las tierras federales, se han alzado todas las organizaciones ecologistas y de defensa del medio ambiente del país.

Bush ha podido comprobar antes de jurar su cargo que Washington no es Austin, capital de Tejas. Su Gabinete sufrió la primera baja cuando la candidata presidencial para la cartera de Trabajo, Linda Chávez, a cuyo nombramiento se oponían frontalmente los sindicatos y las minorías por enemistad declarada hacia la discriminación positiva, tuvo que dimitir la pasada semana, antes de que el Senado iniciara los trámites para su confirmación, tras descubrirse que había empleado como doméstica en su casa a una inmigrante ilegal guatemalteca. Ahora está por ver si los demócratas se contentan con esa baja o, si por el contrario, quieren seguir el acoso y derribo de Ashcroft y Norton.

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Luchas políticas washingtonianas aparte, lo que hace realmente preocupante la situación es la división real del país que ha arrojado la última elección. Si se examina el mapa resultante de los comicios, se podrá ver que Estados Unidos es un océano teñido de rojo, el color de los republicanos, salpicados de islas azules demócratas. Unas islas azules, eso sí, que incluyen las ciudades más pobladas del país. Y de ahí, la victoria de Gore en el voto popular. Un automovilista podría viajar desde el norte de California, en el Oeste, hasta las costas de Virginia, en el Este, sin encontrar en esa línea imaginaria un solo condado que no hubiera votado por Bush. Los números son elocuentes. De un total de 3.153 condados en los que está dividido el país -cada uno, por cierto, con sus propias normas electorales-, Gore consiguió la mayoría en sólo 676, mientras que Bush se adjudicó los restantes 2.477. Desde la revolución industrial y la emigración del campo a las ciudades no se había visto una separación tan clara entre la Norteamérica profunda, rural, conservadora y republicana, the real America, como la llaman sus partidarios, y la urbana, multirracial, liberal y demócrata. Ni siquiera en la época del conservadurismo de Ronald Reagan se registró una división tan nítida del país, gracias al apoyo recibido por el 40º presidente por parte de los llamados democrats for Reagan, integrados principalmente por los trabajadores de la industria automovilística en el Medio Oeste y por demócratas conservadores de algunos Estados del Sur. A la vista de estos resultados, se podrá comprender fácilmente la dificultad de reformar el sistema de elección presidencial indirecta, a través del famoso y discutido Colegio Electoral, como proponen algunos legisladores novatos, entre ellos, la flamante senadora por Nueva York, Hillary Rodham Clinton. Como dijo el ex presidente Jimmy Carter a la CNN en noviembre, 'dentro de 100 años se seguirá hablando de la necesidad de reformar el Colegio Electoral'. Pero seguirá ahí. Y no sólo porque cambiarlo o eliminarlo supondría contar con la mayoría cualificada de las dos Cámaras de Washington y el apoyo de 37 Estados a favor de una enmienda constitucional. Sino porque su vigencia está fuertemente enraizada en el profundo federalismo, en el que se basa todo el sistema político norteamericano desde 1787.

Durante seis años, Bush gobernó en Tejas con la colaboración de los demócratas. Pero las situaciones no son comparables. En Tejas se desenfundan pistolas a plena luz. A orillas del Potomac, las armas utilizadas son más sutiles, más acordes con las utilizadas por los Borgia. Sus primeras decisiones políticas han estado más dirigidas a unificar a su partido, pagando las deudas contraídas durante la campaña electoral para que la derecha republicana se mantuviera callada con el nombramiento de Ashcroft, que a unificar al país. Sin embargo, en Washington todo es posible. El mejor ejemplo se puede encontrar en los dos mandatos de Clinton, que, con la enemiga de su propio partido, se apropió con el mayor descaro del programa económico republicano y transformó los déficit federales en superávit. Hay quien piensa que la razón oculta para nombramientos como el de Ashcroft no es otra que convertirlo en el malo de la película, en el pararrayos de la nueva Administración, con el fin de arrancar concesiones de la derecha republicana en la negociación inevitable con los demócratas, dada la actual composición del Congreso, para conseguir la aprobación de, al menos, parte de su programa legislativo.

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