Los grandes ríos del océano
El estudio de las inmensas corrientes indica que desempeñan un papel clave en el clima
La urgente necesidad de desentrañar los complicados mecanismos del clima y del calentamiento global hace que sea vital formarse una imagen clara de la circulación oceánica. Mientras que las corrientes de superficie son relativamente sencillas de controlar, los estudios de las profundidades marinas resultan mucho más problemáticos. Ahora los científicos están empezando a juntar las piezas del rompecabezas de la circulación oceánica en las profundidades bajas e intermedias. Están empezando a valorar el inextricable vínculo que este rompecabezas tiene y ha tenido en el pasado con el clima, con la esperanza de que les ayude a predecir el futuro de nuestro planeta.
Los oceanógrafos denominan colectivamente estas corrientes como 'circulación termosalina'. El calor y la sal cambian la densidad del agua. El agua más fría y salada se precipita sobre el fondo, mientras que el agua más caliente y menos salada se eleva. Las regiones oceánicas en las que predomina el agua salada se denominan 'fosas', y las que están dominadas por agua cálida y menos salina reciben el nombre de 'afloramientos'.
Las fosas oceánicas más grandes de la Tierra se encuentran en el Atlántico norte: en los mares de Labrador y Groenlandia. Allí, el frío aire polar enfría la superficie del mar más allá del punto de congelación, elevando su densidad. Los hielos marinos crecen dejando la sal atrás, con lo que se aumenta aún más la salinidad del agua restante. El agua resultante, que es muy densa, se precipita a las profundidades, y recibe el dramático nombre de 'océano abisal'.
A medida que el agua polar se va hundiendo, entra agua del sur para ocupar su lugar, con lo que se crea una corriente que recorre el Atlántico de Sur a Norte. Esta corriente, impulsada por los vientos tropicales caribeños, es la corriente del Golfo, que añade aproximadamente un 20% más al calor procedente del sol de invierno del norte de Europa.
Mientras tanto, las frías y densas aguas atrapadas en las profundidades del océano fluyen sobre el lecho del Atlántico de Sur a Norte, equilibrando la corriente de la superficie. Llegan hasta la Antártida, donde se unen a la 'pista oceánica del sur', que es un complejo de corrientes que rodea el polo sur, agrupando los océanos Atlántico, Pacífico e Índico.
Los océanos Pacífico e Índico también desempeñan su papel en la circulación termosalina. Tienen poca o ninguna formación de hielo, y por lo tanto carecen de fuente de aguas abisales, pero las diferencias de precipitaciones y temperatura provocan grandes corrientes de entrada y salida de sus cuencas a través del océano sur.
La inmensa caída de aguas densas en el norte y en torno a la Antártida debería equilibrarse mediante un afloramiento. Pero no se ha encontrado ningún afloramiento grande del tamaño de las fosas del Atlántico norte. Por el contrario, las aguas abisales deben volver a las capas de la superficie mediante una mezcla y turbulencia graduales.
Sin embargo, al igual que los sistemas climáticos, los cuerpos de agua que se van moviendo y pasando junto a otros mantienen su identidad, incluso cuando las diferencias de temperatura y salinidad entre ellos sean minúsculas. Para combinarse precisan una gran cantidad de energía: el misterio consiste precisamente en averiguar el lugar de procedencia de esta energía. De la Luna, descubrió el año pasado Gary Egbert, de la Oregon State University (Nature, 15 de junio 2000). Al examinar detenidamente el movimiento de las mareas desde los satélites, Egbert vio que aproximadamente un tercio de la energía que la Luna aporta al mar logra adentrarse en las profundidades oceánicas. Esto impulsa el agua sobre el irregular fondo oceánico, provocando turbulencias y mezclas. Con ello, el agua que de otro modo quedaría atrapada en el fondo marino puede volver a las capas superiores, completando con ello el ciclo.
Los oceanógrafos siempre habían creído, hasta ahora, que la energía que la Luna aportaba al mar -unos tres teravatios, suficiente como para iluminar 50.000 millones de bombillas- se disipa en aguas poco profundas y costeras por medio de las mareas.
La verdadera imagen es mucho más compleja que este sencillo boceto, con una telaraña de corrientes menores y dependientes entre sí que se unen a la circulación principal. Los investigadores han dado con un sistema de circulación sorprendentemente intrincado, que es lo suficientemente bueno como para aplicarse a los modelos informáticos cada vez más sólidos del sistema oceánico y atmosférico. Pero la variabilidad de las corrientes con el paso del tiempo es lo que tiene mayores implicaciones para el clima.
En 1999, Jean Lynch-Stieglitz, del Observatorio Terrestre Lamont-Doherty, de Nueva York, analizó conchas foraminíferas del Caribe y calculó la densidad de las aguas en el momento en que los animales murieron (hace unos 12.000 años) por el espesor de sus conchas (Nature, 9 de diciembre de 1999). A partir de ahí calculó la temperatura aproximada, y por consiguiente, el flujo de la corriente del Golfo en ese momento concreto.
El equipo de Lynch-Stieglitz descubrió una circulación muy distinta de la actual. Durante la última era glacial, hace unos 12.000 años, la cinta transportadora trasladaba mucha menos cantidad de agua que hoy. De hecho, puede que el hundimiento de aguas densas en los polos se hubiera detenido por completo.
Así que parece haber al menos dos modelos estables de circulación en los océanos del mundo: uno relacionado con las eras glaciales y otro parecido al actual. Lamentablemente, aún no está claro qué es lo que provoca el cambio de un modelo de circulación a otro.
La transición de la circulación actual al modelo glacial es uno de los efectos posibles del cambio climático más preocupantes: podría sumir al planeta en otra era glacial. Investigadores de EE UU han simulado cómo cambiaría la circulación oceánica a lo largo de un periodo de 15.000 años si el clima siguiese siendo como el actual, es decir, sin más impactos humanos. Uno de los elementos destacables de su modelo es una drástica racha de frío en la región del Atlántico Norte, con una duración de 30-40 años, causada por un periodo inusualmente largo de vientos del noroeste en Groenlandia. Los sedimentos oceánicos registran olas de frío similares, pero se piensa que han durado más y han afectado a zonas más amplias. Los investigadores admiten que estas diferencias se podrían atribuir a una deficiencia del modelo, del que tuvieron que excluir muchos detalles.
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