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Columna
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Los pesebres

Por obvios y sobrados motivos, la denominada genéricamente clase política no consigue recuperar el prestigio social que la incumbiría en una república madura y que transitoriamente alcanzó en los momentos iniciáticos de la democracia. Hay mucho maniqueísmo suelto, la desconfianza del vecindario tiene raíces seculares y, además, los pecados e ineficiencias de nuestros gestores y representantes se proyectan con más vistosidad que sus virtudes, entre las que tampoco son raras la dedicación y la generosidad. No de otro modo se comprendería que la Administración funcionase, por más que se prolonguen bastantes de los vicios que Larra denunciara. Algún día habría que instituir una fórmula para premiar la excelencia de cuantos a diario la acreditan. Mientras tanto, el juicio sumario de los ciudadanos seguirá siendo severo, sin distinguir justos de pecadores.

Con todo y con ello, dicha devaluación no es arbitraria y a menudo se ceba con decisiones de gobernantes que conciben la cosa pública como un coto privado, una suerte de comedero en el que acomodar a clientes y amigos. Es una práctica antigua, con visos galdosianos, que persiste y se acrecienta con absoluto desprecio a la luz y los taquígrafos que la denuncian. De tal género son las contrataciones irregulares y abusivas de asesores y asimilados por parte de los presidentes de las diputaciones de Valencia y de Alicante, los Fernando Giner, de rancia prosapia ideológica, y Julio de España, de su misma cuerda. El fabrato de Castellón siempre ha tenido para estos menesteres un estatuto blindado contra la fiscalización. Carlos Fabra es un mundo aparte.

Las contrataciones, decíamos, de asesores y arrecogíos, a menudo muy bien pagados, sin especificación de sus labores, rendimientos y, menos aún, necesidad. De su perfil profesional, por supuesto, no se dice una palabra. Verdad es que algunos de ellos -damos fe- se ganan con creces el salario y legitiman este puesto de trabajo que se ahormó para suplir provisionalmente las previsibles resistencias e indolencias del funcionariado franquista. Entonces se abrió una espita por la que, unos y otros partidos, han franqueado el acceso de sus parciales a las nóminas institucionales y corporativas, estableciéndose los afamados y opacos pesebres. Así, pues, un expediente originariamente justificado se ha traducido en un escándalo que no cesa y aún se expande al amor de las empresas mixtas que saturan el firmamento público: gestión de aguas, basuras, polideportivos y etcétera. Imperativos de la eficiencia, dicen.

En contrapunto a esta variedad de beneficiencia bien dotada nos encontramos a diario con parcelas de la Administración que están dejadas de la mano de Dios y que son una injuria al sentido común. Las retribuciones, horarios y estatuto laboral de los médicos de urgencia rescatados de las bolsas de trabajo, pongamos por caso, o la precariedad y miseria que acompaña la condición de tanto docente e investigador. Y hasta la paga de los políticos, y sobre todo de los más altos cargos ejecutivos del Gobierno -consejeros, subsecretarios, directores generales-, comparativamente descriminados con relación a este censo que se nutre de asesores, personas de confianza, sietes, ochos y cartas que no casan.

Es evidente que las diputaciones provinciales no son las únicas oficinas de enganche de esta clase de personal, pues no tienen la exclusiva del apesebramiento. Pero es en este marco burocrático donde más chirría tal figura, por abundosa e inoperante. Como lo es, a la postre, la misma corporación, un anacronismo institucional que ya perdió su lugar bajo el sol del régimen autonómico. El pretendido ayuntamiento de ayuntamientos es la Generalitat. Lo otro no es más que un inmenso pesebre, no obstante estar avalado por la Constitución, el Estatuto y el interés más interesado en perpetuar la autonomía provincial.

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