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Columna
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Noche de 1893

La fiebre de atentados en Barcelona empieza en 1892, después de unos años de ásperos conflictos en la calle en torno a la jornada del Primero de Mayo, instaurada por los grupos obreros en 1890. Su objetivo es dividir las 24 horas del día en tres armónicos periodos. Un siglo más tarde, esta pretensión es ya plomiza rutina: ocho horas de trabajo, ocho de descanso y otras ocho de ocio. Es su gran sueño. Para atraparlo, se baten en una agónica lucha urbana que, con más o menos intensidad, se prolongará hasta la guerra civil. Una mezcla de ingenuo romanticismo y de purísimo resentimiento social enciende la sangre obrera. Y un vitalismo feroz, de imprecisa raíz nietzscheana, que un poeta treintañero, burgués y con perilla detectará en solitario. Una célebre pintura de Ramon Casas que se guarda en el Museo de Olot inmortaliza la huelga general que tuvo lugar unos años más tarde. La Guardia Civil, montada en briosos caballos, carga contra los obreros reunidos en una enorme explanada frente a las fábricas. En primer término, un guardia (negra capa al viento, sable desfundado, bigote de espadachín y alzacuellos rojo) arrolla con su caballo a un oscuro obrero caído.

Algunos dirigentes anarquistas practican una especie de religión laica avanzándose a lo que quieren que sea el soñado ocio obrero: los proletarios serán librepensadores y leerán periódicos, conocerán a Voltaire, a Darwin, a Tolstoi, confiarán en la ciencia, regresarán a la naturaleza y se liberarán para siempre del Estado. Una pintura de Gimeno, el pintor realista preferido de Josep Pla, muestra a dos obreros (alpargatas, chaquetas raídas, gorra calada, pañuelo anundado al cuello con intencionada negligencia) leyendo un periódico. Gimeno es un pintor muy colorista y alegre. Pero en este cuadro de 1896 dominan los tonos marrones y verduzcos. Centra la escena el periódico, que brilla con gran fuerza blanca entre los átonos colores. Estos anarquistas imaginan una Arcadia habitada por hombre libres, hermanados por el esperanto: cándida esperanza que contrasta con la fascinación por el fuego purificador que relampaguea en los ojos de otros líderes. En los pestíferos barrios en donde se hacinan las familias obreras y en las fábricas en las que se desgastan durante inacabables jornadas, crece con más facilidad el odio que la esperanza. En 1892 visita Barcelona un anarquista italiano llamado Malatesta. Sus conferencias son seguidas con entusiasmo. Paolo Schichi, otro italiano, edita en Barcelona un libro: El porvenir anarquista. Pero de sus intenciones habla más claramente otro de sus ensayos publicado en Italia: Pensiero e dinamita.

En la plaza Reial estalla la primera: un muerto. Pronto se decreta el estado de sitio. Y al año siguiente ya son 14 las bombas colocadas en Barcelona. Paulino Pallás atenta contra el capitán general en la Gran Via. Lo ejecutan. Y Santiago Salvador, un aragonés de quien nadie tenía noticia, lanza las famosas bombas del Liceo: 14 muertos. Un cuadro del costumbrista Juli Borrell decribe el impacto desde el otro bando. Un carruaje espera frente a las arcadas de la puerta del Liceo. Las luces amarillentas de la fachada iluminan la parte narrativa de la escena. Rodeado de monaguillos y bajo la atenta mirada de los trajeados burgueses que se arraciman en las arcadas, un sacerdote arropa el viático con una amplia estola blanca, protegido por el paraguas dorado que en las calles avisaba de la presencia ambulante de Dios.

El poeta treintañero de la perilla estaba allí la noche del 7 de noviembre de 1893. Solo. Su esposa Clara está criando al primer hijo y no ha podido acompañarle. Durante el trayecto hasta llegar a casa, el poeta, Joan Maragall, un hombre apasionado y contradictorio (escritor, pero hijo de industrial; traductor de Nietzsche, pero redactor del Brusi, el periódico más conservador) rememora desasosegado la brutal escena del atentado que acaba de contemplar. 'Furioso explota el odio en la tierra y las retorcidas cabezas regalan sangre', escribirá más tarde. Su poesía es emocional y expresiva: 'Regalen sang, les colltorçades testes/ i cal anar a les festes/ amb pit ben esforçat, com a la guerra'. Al llegar a casa, sin embargo, el poeta presencia una escena opuesta. Su mujer está amamantando. Mirando al bebé tragón y a la suspirante mamá, papá Maragall arruga la frente. En este preciso instante, el bebé deja de mamar y se echa a reír. Maragall no describe esta risa en clave doméstica. Ni tan siquiera tierna. Es la risa de la satisfacción animal y la inocencia. Un solo adverbio la define: 'Riu bàrbarament'. La risa del niño es el anuncio de la esperanza que el poeta, siguiendo a Nietzsche, tiene en una nueva generación que arrase con todo y construya algo verdaderamente nuevo.

He pensado en este poema un siglo más tarde. A 20 metros de mi casa explotó el miércoles una bomba de ETA. Un siglo después, los obreros, sin bombas ni ideales, se aburren frente al televisor en sus ocho horas de ocio. Los burgueses siguen en la ópera, ya sin Dios. Los poetas han sido definitivamente jubilados por nuestra cultura funeral. El resentimiento de los que ponen las bombas se alimenta de autismo, ya que no de hambre, ni de opresión, ni de pestíferas condiciones de vida. El terror no tiene ya épica. No hay fuego en los ojos del terrorista. Necesita el odio de las víctimas para creer en su propio odio. El suyo es, pues, un odio de diseño. ¿Está ahí, al menos, el bebé de la risa bárbara? Ya no está. Éste es el síndrome de nuestro tiempo europeo: la sensación de que también las risas bárbaras se han fosilizado. Ya no podemos imaginar una regeneración enérgica de nuestro modelo de vida, de nuestra civilización. De los burócratas etarras de la muerte llega, sí, un suplemento de desesperanza. Pero lo realmente significativo de nuestro tiempo es la sensación de estar viajando en espiral, regurgitando una y otra vez los tópicos y las risas, trazando círculos cada vez más estrechos. Círculos redichos, mil veces revisitados. ¿Agotados?

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