El cambio a la mexicana
Cuando Carlos Fuentes recibió el Premio Príncipe de Asturias rescató una impresionante cita de Alfredo de Musset para comparar nuestros tiempos con los posnapoleónicos. Ella, a su vez, inspira la última reflexión de Héctor Aguilar Camín sobre México, y dice: 'En este tiempo, tres elementos se repartían la vida al alcance de los hombres jóvenes: a sus espaldas, un pasado destruido para siempre, pero agitándose todavía sobre sus despojos, con todos los fósiles de los siglos del absolutismo; frente a sus ojos, la aurora de un larguísimo horizonte, los primeros celajes del porvenir, y entre estos dos mundos... algo semejante al océano que separa al Viejo Mundo de la joven América, algo informe, vacilante... En pocas palabras, el siglo presente, que separa el pasado del futuro, que no es ni éste ni aquél aun pareciéndose a los dos, y en el cual uno no sabe, al caminar, si va pisando semillas o cenizas'.
Esa sensación dominante de tránsito histórico, en que se entrecruzan y superponen dos tiempos, era lo que se respiraba en la trasmisión de mando de Ernesto Zedillo a Vicente Fox. Como enormes dinosaurios veíanse sobrevivencias luchando por permanecer y al mismo tiempo, en medio de cánticos esperanzados, renovaciones tratando de cuajar. Nadie dudaba del peso de lo histórico. Sin embargo, no había angustia, ni siquiera incertidumbre, ante ese cambio que luego de 7l años desalojaba al hegemónico PRI del poder. Cualquiera que hubiera imaginado la situación hace algún tiempo la habría pintado con la fuerte coloración de la tormenta. Nada de ello se vivía en aquel pacífico principio de diciembre en que un nuevo presidente, alto, fuerte, con bigotazos y botas, convocaba a un cambio en paz desde una estampa clásica de mexicanidad. La única nota emocional la dio el Congreso, con una bancada priísta que interrumpía el discurso inaugural con algunos gritos y consignas, respondidos desde el podio por el nuevo magistrado con simpática benevolencia. En la calle sólo estaban los partidarios de Fox, que había iniciado la jornada con una visita al santuario de la Virgen de Guadalupe, una arrasadora devoción popular que convivió durante años con una laicidad jacobina del Estado.
El nuevo Gobierno se inauguró con enormes expectativas. Acaso demasiadas expectativas. Ellas se encaminan hoy, sobre todo, al tema de la pobreza y a la erradicación de la corrupción, endémico mal del país en que durante años la mordida iba desde el funcionario modesto hasta el encumbrado jerarca.
Un país que ha crecido al 7% del PBI el último año, asociado a la expansión norteamericana, tiene posibilidades ciertas de avanzar socialmente. Pero no se puede ignorar que no hay tradición impositiva. Semejante país, el número 11 del mundo en población, el número 14 en territorio, el número 16 en PBI, sólo luce en el lugar 35 en ingreso per cápita y apenas grava con un 11% al total de su economía. El 10% más rico de la población absorbe el 55% del ingreso, uno de los peores guarismos del mundo. Dicho de otro modo: los ricos no están acostumbrados a pagar impuestos y no le será fácil al nuevo Gobierno hacérselos oblar.
En cualquier caso, se puede avanzar, y mucho. Pero es paso a paso. Desgraciadamente, con cierta ingenuidad se piensa a nivel popular que bastará superar la corrupción para que fluyan los beneficios sobre los más necesitados. Y bien sabemos que ese automatismo no es realista.
Por otra parte, hay que pensar que el cambio de régimen, pese a su espectacularidad política, es apenas un paso en una transición que ya se venía dando. Ello explica la serenidad del tránsito, pero también resta espacio para cambios espectaculares en el nuevo Gobierno.
Desde el Gobierno de Miguel de Lamadrid todo había empezado a cambiar, y mucho. Ante todo, en lo económico, pues en 1982 la crisis de la deuda externa obligó a poner al país en el camino del equilibrio macroeconómico. Ya desde entonces, además, comenzaron los cambios políticos con una presidencia de talante más abierto y reformas ciertas del sistema electoral. Luego vino Salinas, y allí el proceso reformista se acentuó, con un fuerte proceso de privatización y el tratado de libre comercio con EE UU. Todo este tránsito dejó por el camino las viejas banderas revolucionarias de la reforma agraria, la nacionalización de la banca y el proteccionismo comercial. La propia asociación comercial con el poderoso Norte excitaba los viejos fantasmas del nacionalismo mexicano. No ignoremos un hecho de enorme significación: en 1997, por primera vez, el Gobierno perdió la mayoría en el Congreso, y si ello no tuvo signo dramático fue porque esa oposición se dividía a la izquierda y a la derecha del PRI.
El Gobierno de Zedillo completó la transición. Nació encima de la sangre de Colosio, una fenomenal crisis financiera y los escándalos que envolvieron a la familia Salinas. Logró entregar un país en paz, con la economía en expansión y luego de las elecciones más transparentes de la historia. Como es natural, los malhumores de la derrota se vuelven contra él, pero sus correligionarios no hacen bien en arrastrarse al canibalismo. Zedillo se ha retirado con un enorme asentimiento popular y la revancha sería suicida. Lo que sí tiene sentido es que el PRI, con una poderosa representación de gobernadores y parlamentarios, unifique esfuerzos, cicatrice heridas y pueda así ofrecer, nuevamente, una válida alternativa de gobierno.
Fox gobernará. Es un hombre de autoridad y la ejercerá. Luego de tantos años de Gobiernos fuertes, no habrá vacío. Pero, ¿qué viene luego? Fox es algo distinto y mayor a su partido. EL PRD, a la izquierda, ha quedado con poco juego y un discurso antiguo. El PRI tiene una opción histórica, que es la de acreditar que puede ser un gran partido democrático igual a los de todo Occidente, acostumbrados a ganar o perder, sabedores que la amargura de un día, respondida positivamente, puede ser la sonrisa de mañana, y que ésta, a su vez, siempre es efímera en la democracia.
Julio María Sanguinetti ha sido presidente de Uruguay (1985-1990, 1995-2000).
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