Funcionarios
Leo un breve en el periódico y asiento pensativamente; sigo embobado frente a la misma página, con los ojos perdidos en el vacío, como hechizado por la vulgar noticia, y es que mi memoria lucha por apartar la gasa de un rincón, por vencer el mosquitero de telarañas que protege algún recuerdo. Por sabida, la información que aporta el titular no es menos contundente: el último censo del Ministerio de Administraciones Públicas revela que Andalucía es la región que posee más funcionarios de todas las del Estado, hasta 400.000.
Me cuesta mucho ver más allá de los números, así que tengo que recurrir a ilustraciones algo tontas, de las que sirven para convencer a los niños. La población de Sevilla capital no llega a los 800.000, así que debo imaginar una colonia de funcionarios que ocupe la porción completa de allende el río, por buscar un límite divisorio. La enciclopedia de mi abuelo, que la fidelidad me sigue obligando a usar, es de hace 15 años y atribuye 130.000 almas a la ciudad de Huelva y 285.000 a la de Córdoba: entiendo que habría que llenar a rebosar las calles de ambos municipios para acoger a todos los empleados públicos de nuestra comunidad, con sus fuentes, sus semáforos, sus torres, sus catedrales y monumentos. La suposición tiene algo de repugnante, algo de antiutopía orwelliana, con sus delegaciones de Hacienda vomitando inmisericordemente hombres con bigote y portafolios, pero refleja bastante bien la situación mayoritaria de la población activa en Andalucía.
Mirando el breve del periódico yo me acordé de la conversación que había mantenido pocos días antes con un conocido. Esta persona había acabado de lograr su plaza de profesor de Educación Física de secundaria después de una engorrosa oposición, y frente a una copa de vino me confesaba no comprender demasiado los parabienes y felicitaciones que recibía por todas partes. Practicaba desde pequeño la Orientación, deporte en que había logrado varias distinciones y premios y que le había hecho dar la vuelta al mundo de pódium en pódium un par de veces. Había superado el examen que le exigía el empleo sin notorio esfuerzo, igual que la licenciatura, con ese encogimiento de hombros de quien escucha que le agradecen lo que hace por placer o rutina, como ir al cine o contar chistes. Se convirtió en funcionario porque de alguna manera tenía que asegurarse el pan, y en esa coartada yo hallé mi propia experiencia, las mismas palabras que yo había invocado para disculpar una situación análoga.
Sus compañeros, campeones deportivos de otros países, no comprendían su decisión: existían mil ocupaciones más lucrativas y satisfactorias a las que dedicarse que a vegetar en un instituto de pueblo ordenando agacharse a los niños. Y seguramente fuese así, pero en otros lugares donde no se pudieran llenar dos ciudades enteras de personas que trabajan para el Estado; dos ciudades de habitantes, entre los que me incluyo, que no aportan nada a la industria autóctona, que viven bajo el tejadillo de los diversos ministerios, consejerías, gerencias, oficinas, para los que la aventura especulativa se circunscribe a las vacaciones del próximo verano. Y todavía hay quien se pregunta qué nos separa de Cataluña o de la Europa vigorosa y adulta del Norte; existen hasta 400.000 motivos.
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