Cerditos
Estos días he llevado a mis hijos al 19º Festival de Teatro Infantil de Títeres de Almería y, mientras ellos se sumergían en la peripecia de las funciones, yo me he pasado las tardes buscando en estas obras para niños el espíritu de los tiempos futuros o algún indicio de que habíamos llegado al año 2001. Aunque saqué algunas conclusiones husmeando el ambiente de Eureka, la estrella del Festival, un montaje que transportaba la imaginación de los niños utilizando esencias aromáticas, lo que me puso el signo de los tiempos delante de los ojos fue la libre adaptación de un clásico infantil, a la que asistimos posteriormente. Se trataba de Los tres cerditos, el célebre cuento perteneciente a la cultura tradicional británica y no a la imaginación de ese corruptor de menores llamado Walt Disney. En la versión original, recogida por Joseph Jacobs y coincidente en líneas generales con la de mi abuela, el primer cerdito es vago, el segundo glotón y el tercero trabajador. Mientras que los dos primeros dedican poco tiempo y escaso esfuerzo a la construcción de sus casas, hechas con paja y con madera respectivamente, porque ambos prefieren vaguear o comer antes que perder el tiempo trabajando, el tercero se afana por edificar un sólido refugio de cemento y ladrillo que lo resguarde con seguridad del soplido del lobo feroz. Nuestro cerdito dedica a esta tarea gran esfuerzo y mucho tiempo, haciendo oídos sordos a las burlas de sus hermanos holgazanes que al final del cuento, derribadas sus casas por el lobo, corren a refugiarse en la del cerdito trabajador, que los acoge con hospitalidad.
En la versión a la que asistí con mis hijos, en ésa donde encontré el signo de los tiempos futuros, el titiritero eliminaba toda referencia a los defectos de los dos primeros cerditos, silenciaba la virtud del tercero y evitaba afirmar la superioridad del esfuerzo y del trabajo sobre la glotonería y la holganza. El titiritero debió de considerar anticuada la moraleja del cuento, debió de considerar anticuado el hecho mismo de ofrecer una enseñanza moral y desideologizó la pieza como quien deshuesa una aceituna. El cuento original, que pondera el valor del trabajo y de la solidaridad, quedaba en la versión 2001 totalmente desvirtuado, convertido en una piltrafa de fábula sobre la resistencia de materiales. Me di cuenta de que estaba ante el espíritu de nuestro tiempo porque reconocí en esta representación los mismos resabios que atenazan nuestra ley de Educación, la misma resistencia a premiar el trabajo que presenta la LOGSE, el instrumento que conforma el espíritu de nuestros niños y de nuestro tiempo. Pensé que el pudor del moderno titiritero cerrando los ojos a la existencia de holgazanes y negando la recompensa al trabajador era el mismo que destila la LOGSE cuando condena a los mejores alumnos, a los más trabajadores, a compartir su suerte con los peores; cuando se niega a que éstos repitan curso aunque suspendan todas las asignaturas.
No sé qué pensará la consejera de Educación; si considerará mis palabras una simple crítica o, por utilizar las suyas, un intento de poner en crisis el modelo educativo más solidario y progresista de la historia de España.
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