_
_
_
_
Reportaje:

REFUGIADOS PALESTINOS, ABSTENERSE

El proceso de paz entre Israel y la autoridad nacional palestina agoniza ante la negativa sionista a contemplar el regreso de los más de tres millones de huidos y expulsados tras las guerras de 1948 y 1967

La diáspora judía duró arriba de dos mil años y hace sólo como medio siglo que los hijos de Abraham, estén donde estén, cualquiera que sea su cultura o pasaporte pueden reclamar la nacionalidad y la residencia del Estado de Israel, aunque ni 30 generaciones anteriores hubieran visto la tierra dizque de sus mayores ni en una mala fotografía. Y ese mismo medio siglo es el que lleva alrededor de la mitad del pueblo palestino lejos de un hogar que una rara tenacidad no les permite olvidar, porque en una bíblica tacada de la historia, cuando el primero volvió, el segundo tuvo que poner los pies en polvorosa.

Y, hoy, en los espasmos de la presidencia de Bill Clinton, las dos partes, hebreos sionistas y árabes palestinos, parecen coincidir en que lo principal que les separa de un acuerdo de paz es el destino de casi cuatro millones de estos últimos, que aguardan en su mayor parte en campos de infortunio, comiendo la sopa, quizá boba pero seguro escasa, de la ONU, sin más compañía que la frustración, ni otro horizonte que penar el fraude histórico del que han sido objeto.

LA PRESUNTA IZQUIERDA PACIFISTA DE ISRAEL NO ES MENOS TAJANTE SOBRE EL PROBLEMA QUE LOS ULTRAS

En mayo de 1948 se proclamaba la creación del Estado de Israel, en plena guerra de supervivencia sionista, durante la cual la propia contabilidad de Naciones Unidas pudo establecer que entre 700.000 y 800.000 palestinos abandonaron sus hogares. Los desplazados y sus descendientes hoy suman, esta vez según la estadística árabe, más de cuatro millones, dispuestos en cuanto se lo digan a votar con los pies camino a Palestina. De ellos, bajo el cuidado directo de la ONU, y como vivienda un barracón de refugiados, acampan según cifras del 30 de junio pasado: 1.570.192 en Jordania, 383.199 en Siria, 376.472 en Líbano, y 1.407.631 en los territorios ocupados, Cisjordania y Gaza. Son 3.727.394 palestinos, perfectamente identificados, con un petate por liar para volver a casa.

Las fuentes oficiales israelíes, manuales escolares en mano para que la creencia se convierta en intocable letanía, aseguran que fueron los propios palestinos, despavoridos, o peor aún, exhortados por los ejércitos árabes de los países limítrofes -los antes citados más Egipto e Irak- a que les dieran pista para mejor exterminar al inmigrante hebreo que les disputaba la tierra de Jesús y de Abraham. Esos manuales están hoy un tanto desprestigiados, después de que una generación de novísimos historiadores israelíes, los llamados revisionistas, hayan reescrito una historia que en Europa ya era de sobra conocida, gracias al trabajo del periodista irlandés Erskine Childers, testigo e implacable notario de tan discutida desbandada.

Entre los reviosionistas, el más conocido, Benny Morris, ni sionista ni antisionista sino científico de la historia, ha descrito cómo en la última fase de la guerra, de mayo a julio de 1948, el plan Dalet inducía a los jefes militares sobre el terreno a procurar que en su avance no dejaran atrás poblaciones autóctonas. En su obra El nacimiento del problema de los refugiados palestinos, 1947-49, escribe: 'Al margen de que las acciones militares israelíes provocaran directa o indirectamente el éxodo árabe, una proporción minoritaria pero importante de los huidos, lo hizo a causa de órdenes judías de expulsión, impartidas tras la conquista de cada pueblo, así como a la guerra psicológica librada por el mando israelí'.

Algo más que guerra psicológica debió de ser, sin embargo, la matanza de los 250 habitantes de la aldea de Deir Yasin, entonces casi un suburbio de Jerusalén, civiles desarmados, perpetrada por la banda terrorista del Irgun que mandaba Menájem Beguin, jefe de gobierno que fue de Israel en el periodo 1977-83.

En 1967, Israel lanzó una ofensiva que calificó de preventiva contra sus vecinos, Egipto, Siria y Jordania, por la amenaza que representaba el coronel Nasser en Egipto, titán derrotado para las masas árabes de su tiempo, y en la batalla que el sionismo se complace en llamar de los Seis Días, provocó otra fuga, esta vez sin duda deseada, hacia la vecina Jordania.

Así es como hoy el pueblo palestino se agrupa en tres grandes tribus. Cerca de cuatro millones de nacionales que viven en los territorios ocupados, incluida Jerusalén Este, dentro o fuera de la limitada autonomía que de momento Israel les ha reconocido; un número similar en los campos de todos malqueridos; y un resto más difícil de determinar, pero inferior en número, en el resto del mundo, árabe y cristiano, como en Estados Unidos donde más de tres millones de ciudadanos son árabes, aunque sólo unos pocos se identifiquen como palestinos, entre ellos el gran ensayista literario y severísimo crítico tanto de la Autoridad Palestina como de Israel, Edward W. Said.

En el proceso negociador que dirigen el líder palestino Yaser Arafat y el todavía primer ministro israelí, el laborista Ehud Barak, la cuestión de los refugiados parece hoy erigirse como el postrer y gran obstáculo para el acuerdo. Pero, tan grande como un Himalaya de las conciencias. Está claro que para el Israel sionista la aceptación del regreso de aunque sólo fuera una mitad de refugiados, significaría literalmente la desaparición del Estado. El país tiene seis millones de habitantes, de los que un millón son árabes, descendientes de los 150.000 que se inocularon en la tierra y no hubo expropiación -que las hubo- ni expolio -que los sigue habiendo- que pudiera desplantarles del solar.

La presunta izquierda pacifista de Israel no es menos tajante sobre el problema que cualquier ultra de guardia, como subraya que una excepcional representación de la misma escribiera hace un par de semanas una carta a la Autoridad Palestina, que firmaban entre otros, Amos Oz (ver su artículo en estas páginas) y el novelista A. B. Yehoshua, en la que reiteraban: 'Nunca admitiremos el regreso de los refugiados al interior de nuestras fronteras. Ese regreso equivaldría al fin del Estado de Israel'.

Pero, a lo demográfico se une lo psico-nacional. Un pueblo que concibió Israel como el refugio para los supervivientes del holocausto nazi, no puede somatizar la idea de que para salvarse ellos hayan tenido que condenar a otros a su misma suerte, sin sufrir por ello graves trastornos sensorialesque afectan a la fe en uno mismo.

Y, sin embargo, lo que reclama Arafat tiene un pedigrí impecable. La resolución 194 de la ONU de 11 de diciembre de 1948 establece que 'los refugiados que lo deseen deberán poder volver a su hogar lo antes posible y vivir en paz con sus vecinos, mientras que los que así no lo quieran deberán ser indemnizados por los bienes perdidos o dañados, así como que, en virtud de los principios del derecho internacional y de la equidad, esa reparación corresponderá a los gobiernos o autoridades responsables'. Lo que implica no sólo a Israel, sino también a los Estados árabes que desencadenaron la guerra, y que hoy albergan de pésima gana, pero sin querer naturalizar por ello a esos refugiados, como argumento de miseria visible y conflicto interminable contra el Estado-huésped de Israel.

El gran mediador agónico que es Clinton propone, lo que sin duda es mucho para un presidente americano pero bastante menos de lo que la ONU contempla. Son cinco los puntos de recalada para los refugiados, según el plan de la Casa Blanca. 1) El futuro Estado palestino independiente; 2) Los parajes que Israel entregue de su propio territorio a cambio de lo que se anexione de la Palestina ocupada; 3) La rehabilitación en los países de acogida (allí donde se halle el hoy pueblo sin hogar); 4) La instalación en terceros países que se presten a ello; 5) Su admisión incluso en el Estado de Israel, lo que se sabe que entrañaría apenas unas docenas de miles de repatriaciones.

Pero, a pesar del vigor con que Arafat hoy reclama lo que nunca ha dejado de reivindicar, más aún cuando la nueva Intifada se llama, apropiadamente, la de los refugiados, sabe que su pueblo nunca podrá volver masivamente a la tierra que perdió. Por ello, se especula con que, junto con el cheque que le ofrecen de tantos ceros como a la imaginación humana pueda concebir, exige para hacer la paz al menos una formal disculpa de Israel.

Si Jerusalén pidiera perdón, como la Alemania de Kohl y de Adenauer ya hizo en su día con unción suficiente, y reconociera una responsabilidad moral y legal por el horror sucedido, hay quien cree que los picos de la paz podrían escalarse. Y que Arafat, de siempre el supremo artista del alambre, podría jugar hoy la mano inverosímil del retorno, como el tahur que espera recuperar en otra casilla del tablero lo que ahora se limite a ser contrición de los pecados. Soberanía indivisa, por ejemplo, sobre todo Jerusalén Este puntos votivos incluidos, en tanto que Israel sólo ofrece retazos inconexos de esos barrios y propiedad funcional más que eminente sobre la ciudad vieja; o, también, un Estado de verdad, con Ejército y plenas relaciones exteriores, en vez de los tutelajes militares del vecino contra una amenaza que cuesta imaginar que entrañe el pueblo refugiado.

Clinton, exquisitamente equidistante entre lo que quisiera Israel y lo que cree que puede arrancar del socio palestino, propone a guisa de reparación sionista una forma de pensamiento débil: 'el reconocimiento de los sufrimientos morales y materiales de los palestinos, como consecuencia de la guerra de 1948, junto a la necesidad de participar en los esfuerzos de la comunidad internacional para la solución del problema'.

El pueblo hebreo consumió un par de milenios entonando el sábado en la sinagoga la jaculatoria de 'El año que viene en Jerusalén'. Al refugiado palestino parece quedarle mucho que entonar todavía.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_