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Pequeña isla de humanidad arisca

El hombre es un animal territorial y el español, en cuanto hombre, también. Jean-Jacques Rousseau, que tenía una idea del ser humano más romántica que ilustrada, acertó cuando escribió que el fundador de la civilización fue el primer hombre que levantó una cerca. En realidad, la cerca es consubstancial a la naturaleza humana, hasta el extremo que en cierta manera la humanidad, como hecho multirracial y multicultural, es un producto resultante de ese arraigamiento de los hombres a una tierra, y por tanto, a unos orígenes. La cerca no es, en este sentido, tan sólo un impedimento físico, sino también cultural, porque del instinto sedentario de los hombres ha surgido durante el transcurso de los siglos una espontánea diferenciación entre los distintos grupos geográficos humanos. Ese fenómeno es particularmente evidente en la Península Ibérica, donde la lengua latina experimentó una rápida especiación, produciéndose geográficamente unas alteraciones tan substanciosas que originaron tres grandes idiomas totalmente diferenciados. De las lenguas prerománicas, tan sólo subsistió, precisamente por su aislamiento geográfico, el vasco, pueblo que no sólo mantuvo inalterada su diferenciación cultural sino también poblacional (véanse en este aspecto los trabajos antropológicos del equipo de Cavalli-Sforza).

Por tanto, si el territorio es consubstancial al hombre, y el idioma lo es al territorio, 'lengua' y 'frontera' forman una misma unidad en la definición más íntima del individuo. Ser de una tierra implica hablar la lengua de la tierra, por pura lógica biológica. Benito Feijoo ya señalaba 'que la introducción del lenguaje forastero es nota indeleble de haber sido vencida la nación a la que se despojó de su antiguo idioma. Primero se quita a un reino la libertad que el idioma'. La cerca es relativamente fácil de derribar, pero el idioma, que como digo es una manifestación íntima del individuo, y en última instancia de un reino, rebrota, aquí y allá, incluso bajo presiones y persecuciones que se prolongan durante varias generaciones. Por eso quizá sea cierto que, como advertía Ciorán, no somos ni tan siquiera de una nacionalidad, sino en última instancia de una lengua: 'Una lengua es una patria, y yo me he desnacionalizado' declaraba el escritor rumano, que había renunciado a su lengua materna (Conversaciones). Las naciones penden y dependen de sus lenguas. Aquél que estima su lengua, quiere a su país, y, en última instancia es defensor de los intereses de su nación. En este sentido, todo aquél que estima la lengua española (y los que la quieren mucho la llaman por su centro biológico de origen: 'castellana'), estima su nación, y lucha por los intereses de su tierra que, ya digo, fluyen conjuntamente. Por eso, todo español que ama la lengua española es, por efecto y defecto, nacionalista.

Ortega y Gasset que, como afirmaba Josep Pla (El quadern gris), escribía como los ángeles, nunca tuvo curiosidad por la cultura española que no fuera la 'castellana'. Aunque, a mi entender, su estilo literario es grandilocuente, sus ideas se ajustan sorprendentemente a las de la España de hoy. En sus Discursos políticos, Ortega nos advierte: 'Tan pronto como exista un par de regiones estatutarias, asisteremos en toda España a una pululación de demandas parejas, las cuales seguirán el tono de las ya conocidas, que es más o menos, querámoslo o no, nacionalista, enfermo de particularismo. Nos encontramos con una España centrífuga frente a una España centrípeta; peor aún, con dos o tres regiones semi-Estados frente a España, a nuestra España'.

Convendrán conmigo que el 'pensador famoso' era nacionalista, nacionalista de una España centrípeta, que impusiese un Estado políticamente y culturalmente uniforme. Era un patriota español, un patriota incluso exaltado ('la patria es una tarea a cumplir, un problema a resolver, un deber') y poco comprensivo con otros patriotas de naciones y lenguas ajenas. En un discurso pronunciado el 13 de mayo de 1932, Ortega arremetía duramente contra el nacionalismo catalán: 'El problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. ¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras estos anhelan de lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos'.

Las palabras de Ortega y Gasset son perfectamente trasladables al discurso político actual de José María Aznar o de Mayor Oreja, o incluso de Felipe González y Rodríguez Zapatero. El 'problema catalán' sigue siendo el mismo, la enfermedad del 'particularismo', frente a la homogeneización centrípeta de Madrid. 'Éste, señores, es el caso doloroso de Cataluña', insiste Ortega más retórico que nunca, 'es algo de que nadie es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino. Por eso la historia de pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante; porque la evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en un gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores. De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, vive como obseso por el problema de su soberanía'.

Por frases y gestos como los de Ortega y Gasset creo en la necesidad de la libertad de las lenguas y de la independencia de los pueblos. Y lo deseo ardientemente, como ciudadano que soy, quiera que no, de esa isla de humanidad arisca que, por una misteriosa y fatal predisposición, está condenada a su terrible destino.

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Martí Domínguez es escritor.

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