No hay mal que mil años dure
Ya estamos a este lado del milenio. Nos ha costado dos intentos, pero como nadie tenía experiencia tampoco parecen muchos. Lo importante es que ya hemos llegado. Aunque resulta normal que titubeemos, porque el primero que entró en un milenio fue Jesucristo y eso es poner el listón muy alto. Claro que también lo crucificaron, de ahí que hayamos convocado a un rebullón de pitonisas, pitonisos, nigromantes, nigromantas, arúspices, arúspizas, futurólogos y criminólogas para ver qué nos sugieren. Sobre el porvenir, claro. Pero sólo se ponen de acuerdo a la hora de decir que vendrá; para lo demás recurren o bien a desarrollar lo que está en fase de desarrollo, por ejemplo la robotónica, que es la ciencia de que los robots le puedan servir a uno el gin tonic sin derramarlo ni tropezarse, o bien al deseo, y nos llenan el milenio de una vida en rosa.
Más vale que nosotros somos de otra pasta y tenemos la suerte de vivir suspendidos en el tiempo. Desde luego no se trata -o no del todo, porque ahí está la sangre de los monos negativos- de una facultad innata, sino adquirida, bueno, metida, si no con calzador, sí como quien mete el relleno en una tripa. Y el resultado consiste en que vamos por la vida con cabezas de txistorra y de morcilla, pero muy felices porque, veamos, ¿quién puede presumir de habitar en una nube o en un país que vive al margen de la edad? No hay concepto más falaz que el de milenarismo vasco, ni verdad tan a medias como la de que los vascos no datan. Sí datamos, pero los milenios resbalan por nosotros como el agua por las morcillas o el aceite por las txistorras y, si me apuran, por las juntas de culata.
Para empezar tenemos una lengua que ya humedecía sellos cuando no había milenios. Y, hablando de centurias, hasta los romanos resbalaron por nosotros como nos resbalan las acusaciones de haber construido una historia sagrada. Lo único que hemos construido son los caseríos y a imagen y semejanza de nuestras cuevas ancestrales, por eso los tenemos llenos de pinturas rupestres o de pintadas, que viene a resultar lo mismo porque se trata de pinturas rituales con las que tratamos de conjurar el presente, que es nuestro peor enemigo, y por eso incluyen siempre los términos ez -no- y fuera -kampora-, con que no me vengan diciendo que eso ocurre en las ciudades, porque para un vasco su casa es su caserío.
Nos gusta, sí, nos encanta, suspende y maravilla tener todos los pies en el pasado, dormir mecidos por la musiquilla de lo que queremos que fue y lo que creemos que pudo ser. Incluso quienes nos embuten todos estos cuentos también pertenecen al pasado, aunque más cercano. Pero no nos importa que no sea tan vetusto porque lo fundamental estriba en que no cambian. No, se les ve tan decimonónicos como al principio y ahí hay una garantía, ya que los siglos pasan y ellos no, con lo que algo de razón tendrán, porque, pensemos con la cabeza, ¿puede haber algo mejor que creerse portador de derechos históricos por todos los poros, saber que siempre hay un árbol bajo el que juntarse y sentirse hijodalgo, amén -siempre hay un Ángelus- de concebirse como portador de una razón que desafía a los tiempos y a los sabios?
Pues si tenemos los pies hundidos en el cieno heráldico, tenemos las frentes y los frentes en el mejor de los futuros. No hay nada que nos complazca más que imaginarnos un país elevado al summum de la perfección en que el vecino es bueno con el vecino, el rico con el pobre y hasta el pobre con el rico, el administrador con el administrado y el administrado con el paisaje, la hacienda, su cónyuge o los pelícanos, un país donde todos y todas hablan la lengua que hablaba Adán con Dios. Si nos dejaran imaginarlo por completo lo imaginaríamos como si proviniese directa-mente del pasado: campos sin humos, cuevas en vez de ciudades y todo autóctono desde el whisky a la abeja latxa, pasando por la oveja, el chip, los pañuelos de hierbas, la democracia directa, el txakoli y hasta algún dinosaurio que otro, sin olvidarnos de una tele inscrita en nuestros juegos, nuestros bailes, nuestros miedos, nuestros mitos y nuestras metas: cuando seamos, fuimos. Lástima de presente, si no fuera por él ya habríamos llegado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.