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El despido

Nos dicen los políticos y tecnócratas al frente de la cosa que en el transcurso de pocos años ingresaremos en la época del fin del desempleo, que en el lenguaje capitalista significa un paro de entre el tres al cinco por ciento. Más o menos según cuezan las habas. Esperemos que tan buena nueva venga acompañada de la paulatina extinción de los contratos basura, aunque nuestra esperanza y espera tal vez sea un contagio de la euforia oficial. No podemos, no obstante, dejar de sentirnos recelosos. Si Estados Unidos flaquea, la pujanza europea durará lo que dure y ya se sabe por dónde suele romperse la cuerda. Pero ante factores ajenos a nuestro control, acostumbrémonos a esconder la cabeza bajo el ala. Eso dice la sabiduría popular, por más que la expresión de marras a mí me parezca una contradicción en términos.

Así que estamos en la senda del pleno empleo, por más que el paro supere todavía el trece por ciento de la población activa según la EPA, cuyo cálculo es el que se empeña en pedirnos la UE. Los señores Rato, Montoro y Aparicio, conscientes de que ese trece por ciento largo es una cantidad más bien desaforada, pretenden reducirla pero, ¿cómo se hace eso? Parece ser que un arma imprescindible (aunque no la única) en la lucha contra el paro es la introducción de criterios más rígidos de flexibilidad y movilidad. Pero démosle al César lo que es del César: no llega el Gobierno tan lejos como el presidente de los empresarios, el señor Cuevas. Bien es cierto que si de Cuevas dependiera, me temo que los empleados de esto y lo otro rezarían todos los días para que su jornada de trabajo no fuera la última. La flexibilidad laboral tiene que ser convertida en dogma o aquí murió Sansón con todos los filisteos. Verdad es, por otra parte, que el escenario laboral europeo (que no sólo el ibérico) está cada vez más tocado del síndrome hipnótico procedente del otro lado del Atlántico. Con todo, tengo la impresión de que por estos predios nadie de entre quienes mueven el cotarro, se ha detenido a pensar que ni España es Alemania, ni Alemania es Estados Unidos. Tanto hablar de identidades y luego resulta que la identidad no cuenta en lo que atañe a la cultura laboral, que tanto influye. Ideologías aparte, pero no apartadas, el modelo de relaciones laborales que rige en Estados Unidos, no debería servirnos a los europeos y menos a los europeos de nuestra porción de la península ibérica. Por circunstancias históricas muchas veces averiguadas desde Alexis de Tocqueville, el ciudadano estadounidense es más individualista que el europeo, más amante de la nación que del Estado; aunque paradójicamente, allí el Estado es el gran aglutinador del patriotismo, a lo que me referiré en otro artículo. Pero cuanto menos visible, mejor, sobre todo, en su dimensión de papá. Por otra parte, los estadounidenses glorifican la familia, pero abandonan el nido tan pronto como pueden. Y mientras no pueden, suelen trabajar a tiempo parcial, paso previo a la independencia definitiva. Esta manera de ver las cosas se refleja cómo no, en el mundo del trabajo. Cuando dos deciden formar familia, no sólo trabajan ambos, sino que ambos conocen las reglas del juego, que de encerrarse en una frase ésta podría ser 'racionalización de los ingresos'.

Ruego al lector que tome esto y lo que sigue como una tendencia muy acentuada y representativa de la mentalidad americana, no como un fenómeno aplicable, siquiera laxamente, caso por caso. Los españoles no bebemos vino asiduamente ni en la mitad de los hogares, pero con todo el vino ha sido y sigue siendo una de nuestras señas de identidad. Y hoy somos una sociedad de consumo porque estamos impregnados del espíritu consumista, no porque consumamos tanto; que sin ir más lejos, son millones de compatriotas los que se racionan la humilde bombona de butano. (Que hablen, para empezar, los más de siete millones de pensionistas). En suma, obviedades que, sin embargo, son de repetición necesaria.

El joven matrimonio americano sabe que ha de distribuir bien sus ingresos de por vida. Tanto para la hipoteca y para el seguro sobre la hipoteca; tanto para la futura educación de la prole, tanto para el seguro médico y lo que éste no cubre, tanto para la vejez, pues la pensión federal es más bien un complemento, tanto para ocio y vacaciones. Etcétera. Naturalmente, este way of life exige salarios más altos y precios de mercado más bajos para ciertos productos básicos. Eso existe. El Gobierno interviene para fijar el salario mínimo y para regular algunos aspectos del mercado laboral, pero nada parecido a lo que ocurre aquí.

Advierto de que no estoy comparando ideologías -por otra parte aquí implícitas- sino situaciones. Para que el sistema americano florezca es necesario que el mercado laboral goce de excelente salud. Y la goza. Yo me inicié como instructor en Buffalo y antes de concluir mi primer año tenía ofertas en Carolina del Norte, en Filadelfia, en Nebraska y en Michigan. Opté por Filadelfia, donde permanecí sólo un año porque me captó Nueva York y allí me planté y fui ascendiendo. No es porque yo fuera profesor, podría haber sido cualquier cosa. Conocí a secretarias que abandonaban su trabajo para darse un garbeo por Europa o California. A su regreso, les bastaba la sección de clasificados del The New York Times para encontrar un nuevo empleo en cuestión de muy pocos días. Eso es flexibilidad y eso es movilidad.

Aquí se nos pide que adoptemos esa cultura laboral... pero trucada. El carro delante del caballo. Flexibilidad sin crear antes una abundante oferta laboral. Ya se irá creando, gracias a las menores cargas empresariales. O sea, que pague el débil la creación de la oferta. Como si la riqueza actual del país no pudiera permitir que por una vez paguen los romanos. Han de ser, una vez más, los cartagineses. Son éstos quienes han de aceptar una cultura laboral importada y encima correr con los gastos. Sufragarla.

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Flexibilidad y movilidad no son conceptos meramente funcionales. Esperemos que el Gobierno sepa tenerlo en cuenta y permita que ahora ganen los cartagineses. Que el cuatro sea cinco y el cinco, cuatro. De vez en cuando, la profilaxis es incluso rentable.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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