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La incontinencia literaria

Antes de ganar el Premio Cervantes, Francisco Umbral declaró que el año pasado se lo habían dado a un escritor 'pinochetiano que antes había sido antipino'. Después de ganarlo fue un poco más lejos. Dijo que el año pasado se lo habían dado 'a Pinochet' y que 'Pinochet escribe mejor que Edwards'. Chistes no muy buenos, reveladores de un estado de incontinencia verbal y mental, pero, como se han reproducido en los medios más diversos, me siento obligado a dar mi punto de vista. Lo curioso es que el diario La Tercera, de Santiago de Chile, en larga entrevista a Umbral, le pregunta por las afirmaciones anteriores y él contesta que no recuerda haberlas hecho. 'No recuerdo', dice textualmente. Declara, además, que admira mi libro Persona non grata. ¡Hay dos Umbrales, entonces, el de Madrid y el de por acá! Quizás me bastaría con escoger al de acá y quedarme tranquilo. Pero como el de acá no se escucha demasiado bien allá, escribo ahora para mis lectores y amigos peninsulares.

La acusación de 'pinochetiano' deriva, sin duda, de mi defensa de la necesidad de hacer el juicio a Pinochet en Chile, y no en Inglaterra o en España. Antes de eso, en los años duros de la dictadura, yo había hecho una oposición eficaz, incisiva, constante. Fundé el Comité de Defensa de la Libertad de Expresión a comienzos de la década de los ochenta y lo presidí durante largo tiempo. Me costó caro hacerlo, puesto que la respuesta del régimen consistió en censurarme en las circunstancias más diversas, pero mi comité consiguió que la censura previa de libros fuera suprimida y que circularan obras cuya llegada a librerías habría sido completamente imposible con la legislación anterior. En buenas cuentas, logramos ampliar el espacio de la libertad en el Chile autoritario, fenómeno que siempre sorprendía a mis amigos europeos de paso. En aquellos días, en mi columna de los viernes, era uno de los opositores más incómodos. Cuando Pinochet, aficionado a los estudios históricos trasnochados, aunque escriba, según declaraciones que Umbral después ya no recuerda, mejor que yo, habló en forma intencionada de los proyectos de monarquía de comienzos de nuestro siglo XIX hice una crónica basada en las ideas de Simón Bolívar a este respecto. 'Todo el que quiera proclamarse rey en América, dijo Bolívar en una oportunidad, será el rey de las ranas'. Algunos amigos pasaron susto por mí. Otros me felicitaron en forma disimulada, mirando para todos lados mientras lo hacían. Así que eran aquellos tiempos.

Después, en vísperas del plebiscito de 1988, fui uno de los catorce miembros del Comité de Elecciones Libres. Hice campaña por todo el país para convencer a los chilenos de que votaran con libertad y sin miedo. Creo que fue, junto con la campaña del no en la televisión, una experiencia extraordinaria, única: me dio una visión del país por dentro que no habría podido obtener de ninguna otra manera. Llegué a la conclusión de que el no tendría que ganar, a pesar de las apariencias, idea que siempre provocaba una sonrisa condescendiente entre los periodistas y los observadores que llegaban de España, de Suecia, de todos lados. Nos miraban como si nosotros, los de la oposición democrática, fuéramos locos pacíficos, amables chiflados, y nuestra alternativa, la única que se nos permitía, consistía en tener una larga paciencia.

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Cuando se produjo la detención del general Pinochet en Inglaterra, mi primera reacción fue de sorpresa y de satisfacción. Así lo escribí en la prensa de allá y de acá. 'Está bien que le pase', pensé, 'por arrogante, por inconsciente, por ignorante del mundo contemporáneo'. Pero pensé también, muy pronto, que el único proceso válido, a falta de un Tribunal Penal Internacional, era el que podría llevarse a cabo en Chile. Me dirán ahora, con mirada de nuevo ajena, superficial, que el proceso aquí no puede llevar a ninguna parte. La verdad, sin embargo, es que ha llevado ya a muchas partes, y está destinado a llevar a muchas más. No sólo hay una cantidad de personas culpables enjuiciadas y en muchos casos detenidas. El ex general y senador vitalicio ya fue privado de su fuero parlamentario por la Corte Suprema, hecho enteramente inédito en la historia chilena y latinoamericana. De aquí en adelante es probable que sea sometido a exámenes médicos, interrogado por el ministro o magistrado de fuero, encausado y, al final, declarado incapaz en términos procesales en virtud de alguna enfermedad equivalente a la antigua locura o demencia de que hablan nuestros códigos. ¿Puede una persona sensata, dotada de un mínimo de sensibilidad política, pretender que es lo mismo un senador vitalicio triunfante, aclamado por sus partidarios, que un anciano general desaforado por sentencia judicial, retirado en su casa e incapaz de responder judicialmente de los crímenes de su Gobierno debido a su comprobada fragilidad mental y psicológica?

Está muy lejos, desde luego, de ser lo mismo. Entre una y otra situación hay una toma de conciencia, un paso histórico de la transición chilena. Si el general hubiera sido juzgado en España es de temer que el pinochetismo en Chile se hubiera crispado y hubiera renacido de sus cenizas. El proceso acá, en cambio, lo ha debilitado y lo ha dejado en evidencia. Los abogados defensores, caras muy conocidas de los años de la dictadura, sólo aspiran ahora a que la justicia lo declare 'loco o demente', a fin de que pueda morir tranquilo en su casa. ¡Qué cambio de perspectiva, qué transformación de nuestro paisaje mental y moral!

A menudo me digo que algunos autores españoles actuales, escritores buenos o relativamente buenos, como es el caso de Francisco Umbral, de Javier Marías, de Vicente Molina Foix, pueden hacer su literatura con nociones políticas simplonas, fáciles, que podrían figurar con toda propiedad en un Diccionario Contemporáneo de Ideas Recibidas, versión actualizada del que proponía en su época Gustave Flaubert. Se formaron durante la dictadura, pero han podido desarrollar lo mejor de su obra en años de plenitud, de holgura, de amplio y envidiable privilegio para las clases intelectuales. Intuyo que una situación así, con todas sus ventajas, no ayuda a crear una visión política enteramente lúcida. Percibo más pathos, más conexión con el verdadero drama histórico español, en obras como Si te dicen que caí, o en textos de Juan o de Luis Goytisolo, o en determinadas novelas de Ana María Matute. Se diría que las sociedades felices, colmadas (aunque nunca dejan de asomar los conflictos, como vemos en estos días), no favorecen, paradójicamente, la buena calidad de la reflexión acerca de sus propio temas. Veo, por ejemplo, que los pensadores españoles más serios, dueños de un pensamiento filosófico y político más original, han concentrado ahora su atención en el tema del terrorismo vasco. Me parece una opción enormemente respetable y me siento solidario con ella. Francisco Umbral, después de ganar su premio, trata de hacernos creer que se premió con él a la vanguardia, a la deseable modernidad, en contraste, por lo visto, con su competidor y con los premiados anteriores. ¿Y en qué

consiste este nuevo vanguardismo? En correr, parece, en una moto japonesa de último modelo y vestirse con pantalones rojos, o fotografiarse en pelotas y con una máquina de escribir portátil a manera de hoja de parra. Son gestos que ya hacían los surrealistas en los años veinte, y Salvador Dalí, en la década del treinta, salvo que con más gracia y más audacia. Ahora están buenos para la revista Playboy, y ni siquiera para eso.

En lo que se refiere al juicio a Pinochet, el asunto tiene un fondo importante. El concepto del castigo, en la justicia penal moderna, no es la aplicación de la ley bíblica del talión, del diente por diente. Eso ya cambió con los penalistas del siglo XVIII. El objetivo moderno de la justicia y del castigo, de la aplicación de la pena, es la protección de la sociedad. Está mucho mejor conseguido con el proceso a Pinochet en Chile, sean cuales sean sus resultados, que con la idea del juez vengador que actúa en España. De hecho, ahora, con lo que ya ha sucedido en el plano de la justicia penal, todo general de ejército en Chile o en América Latina tendrá que pensárselo dos veces antes de intentar un golpe de Estado. Y esto es lo importante, lo político, lo que tiene peso en la historia contemporánea. No se trata de chulerías o de andar en motocicleta japonesa. De cuando en cuando, cada vez que estoy en Madrid, leo una crónica de Paco Umbral. Casi siempre me divierto mucho. Es un escritor que maneja el lenguaje con astucia, con plasticidad, con evidente ingenio. Tiene sonajero, como dice Juan Marsé, pero a menudo tiene también otras cosas. Soy un viejo lector de Ramón Gómez de la Serna y comprendo bien la conexión entre ambos. La greguería ramoniana es más inventiva, más lúcida, más sintética. Es como un disparo adentro del cerebro. Pero Umbral pertenece a esa tradición y además la rescata con bastante talento. La greguería que me dedicó a mí no es de las mejores, pero, la verdad, no me inquieta demasiado. Más allá de todo esto, creo que conviene mantener la categoría del Premio Cervantes. Después de todo, es uno de los mejores que existen en el mundo de hoy. Los jurados del Nobel suelen coronar a un japonés, a un chino, a un portugués, y no han sido capaces de leer una sola palabra en la lengua original. Cada uno de los miembros del jurado de este premio nuestro, en cambio, es un formidable especialista, un lector implacable, un conocedor a fondo. No tiene el menor sentido que los premiados se pongan ahora a discutir por tonterías. A mí me parece que el premio a Umbral es objetable, como todos los premios de esta tierra, pero que no desentona en la lista. Y que Pinochet, el general, con su proceso, sus desgracias, sus historias militares escritas con el dedo gordo del pie izquierdo, no tiene nada que ver en todo este asunto.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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