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GUIÑOS
Columna
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Valle de Somorrostro

Mañana se presenta al público en la Casa de Cultura de Muskiz el resultado del cuarto concurso de fotografía promovido desde el periódico local Salgai. Es una colección de imágenes muy variadas y cada una de ellas ofrece distinto sabor. Se combinan criterios documentales con sugerencias abstractas, reflexiones y múltiples conceptos innovadores. Los autores han tenido total libertad para elegir el tema y la manera de interpretarlo. La única condición era geográfica: los límites estaban en las Encartaciones y el Valle de Somorrostro que engloba la Cuenca Minera y la Margen Izquierda. El resultado esperanzador es reflejo del interés que despierta la creación plástica en la zona más occidental del País Vasco. Pero, por si la oferta de las nuevas generaciones no fuera suficiente, los más exigentes pueden encontrar una excelente recopilación de los trabajos realizados por Enrique Piñeiro en el primer tercio de siglo XX, circunscrito al mismo territorio de los concursantes.

La recuperación de la figura de Piñeiro es, por sí misma,una importante aportación a la historia de la fotografía en nuestra tierra. Son muchas las cosas que faltan por descubrir de este hombre conocido también por el apodo de Guerrero. Llegó a San Julián de Musquiz proveniente de Valencia en 1912. Formó familia con Ángela Pérez Basauri, una lugareña con la que tuvo cinco hijos. Instaló su estudio en la casa familiar y se convirtió en fotógrafo de la comarca. El estallido de la guerra civil le llevó al frente con el batallón Perezagua y se le dio por desaparecido en los campos de Villareal.

Con su cámara de placas de cristal recorrió los escenarios más dispares. Fiestas, manifestaciones, entierros, grupos familiares, ferroviarios, mineros, obreros industriales o aldeanos junto a su yunta de bueyes fueron motivo de sus realizaciones. Ahora, algunos de sus positivos se van encontrando gracias a la colaboración de sus vecinos, una búsqueda minuciosa con resultados sobresalientes para el álbum que se promete publicar con todos estos esfuerzos concentrados. El formato de las imágenes que están apareciendo es el de carta postal: un retrato y en el reverso, espacio para unas pocas palabras, algo enormemente practico que a los numerosos inmigrantes llegados a la zona, parcos en caligrafías, les permitía enviar a los suyos un certificado fidedigno de su vida en aquella California del Hierro donde habían venido a construir un mejor futuro.

Lo que estaba y lo que llega se ve en las fotografías. El aldeano con un niño trae el recuerdo del caserío y los campos de maíz. En otro momento, la multitud se manifiesta de manera pintoresca. La bandera republicana al frente; detrás viene la banda de música, el director con pajarita; en el lateral destaca el negro estandarte anarquista; al fondo la pancarta aboga por un gobierno obrero y campesino; hombres con boina, chaqueta y camisa blanca se pierden en la profundidad; cuadrillas de mujeres llegan agarradas del bracete; chiquillos con blusones rodean el cortejo correteando, más bien parece una romería.

Más cotidiano resulta el lavadero público donde filas de mujeres frotan la ropa que luego aclararan en la pila de agua. Los cuadros familiares resultan entrañables. El decorado puede ser la campa más próxima. Ante la cámara, los protagonistas se presentan repeinados, con vestido y alpargatas de domingo; miran fijos al objetivo, unos esbozan media sonrisa, otros observan asustados. Los ojos brillan de curiosidad y por el saber del fotógrafo que busca la luz más favorable, toda una antología repleta de emociones junto a una enciclopedia de detalles.

Aquellas tarjetas hoy se han convertido en documentos para la historia. Su carácter costumbrista realza su interés antropológico. Descubren rostro, fisonomía y paisaje de una sociedad en plena transformación, donde la agricultura se mezcla con la industria, los tipos locales con los venidos de fuera, para así conformar un nuevo espacio social de convivencia.

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