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Columna
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Dalí, a baja altura

En un intercambio cultural entre el Principado de Andorra y la Diputación de Álava se presenta en la Sala Amárica de Vitoria la exposición que lleva por título Memoria dels somnis (Salvador Dalí, 1904-1989). Desde sus inicios de artista, Dalí no dejó de el primer plano de la actualidad. Dedicó gran parte de su existencia a hacerse publicidad. Sobrevalorado en exceso, su valía como artista ha ido bajando enteros desde su muerte en 1989. Con todo, no deben dejar de memorarse obras que ya están en la historia del arte del siglo XX: Los placeres iluminados, Las acomodaciones del deseo, El juego lúgubre, La fuente, El enigma de Guillermo Tell, Seis apariciones de Lenin sobre el piano, La persistencia de la memoria, El espectro del sex-appeal, además de El gran masturbador, entre otras.

En un momento de su vida, Dalí tuvo la creencia de que cuidando el oficio, bajo la guía de lo académico, eso podía conferirle una altísima dignidad como pintor. Justamente por ello, André Breton le expulsaría de las filas surrealistas. Y no sólo eso, sino que Breton quiso expresar por escrito cómo veía la pintura de Dalí: 'Fue una declinación rápida, perjudicada por una técnica ultrarretrógrada y desacreditada por su cínica indiferencia a los medios de imponerse... Hoy ha naufragado en el academicismo; desde 1936 ya no juega ningún papel en la escena de la pintura viva'.

Sólo contemplando la mayoría de las esculturas que se pueden ver en Vitoria, la figura de Dalí raya a una altura muy baja. Pese a que se sirve en ocasiones de los relojes blandos como apoyo recurrente, estas esculturas son de pésimo gusto, además de poner en evidencia una notable falta de calidad estética, tanto en lo formal como en lo volumétrico. Estamos ante una suerte de kitsch de tres al cuarto.

En cuanto a las obras de carácter litográfico sobre el tema de los Doce Apóstoles, realizadas entre 1971 y 1972, bastarían por sí solas para tildar a su autor de pésimo dibujante. Algo parecido cabe argumentar a la hora de enjuiciar la serie Don Quijote, hecha entre 1977 y 1978 en la especialidad de pluma y aguada sobre cartón. No queda sino motejarla de pura apariencia, en la que se esgrime una insulsa imaginación y, sobre todo, donde pone al descubierto una paupérrima torpeza en la ejecución.

De vez en cuando se vislumbra alguna obra que despierta curiosidad e incluso un marcado interés, pero siempre de manera esporádica: un apunte aquí y otro allá... Vale consignar como acertados los aguafuertes para ilustrar la originalísima y potente obra de Lautréamont, Los cantos de Maldoror. Mas conviene poner de relieve algo fundamental. Se trata de constatar cómo la mano ejecutante de Dalí no está a la altura de la fertilidad que parece proponernos su fantasía.

Al salir de ver esta exposición, de pronto le vienen a uno todos esos años, tiempo dentro del tiempo, donde se mostraba a Dalí como uno de los gigantes de la pintura y hasta de la vida misma. Sin embargo, lo que la mayoría de esas obras dicen no es demasiado esplendoroso.

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Claro que los más fieles admiradores de Dalí serán los primeros en escandalizarse en torno a cuanto aquí se dice. Opondrán sus nostalgias plateadas aduciendo que la obra plástica del genio ampurdanés es sólo un pálido reflejo de lo que en su persona encontraron quienes tuvieron la fortuna de conocerlo.

No se trata de poner en duda la sublimación veraz de esas filias enfervorizadas. Nuestras opiniones están basadas únicamente en lo que la realidad de lo expuesto merece juzgar. Nunca nos cansaremos de señalar que las obras de arte hay que juzgarlas por lo que dicen ellas de sí mismas, y no por las especulaciones grandilocuentes, cuyo origen es ajeno al valor de su meollo interior.

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