_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Niños

Dicen que Estados Unidos es el Imperio y que su influencia económica y cultural en todo el mundo está lejos de aflojar. Su enorme potencial de comunicación puede imponer no sólo modas y hábitos de consumo, sino pautas de comportamiento y actitudes que pueden resultar agresivas. Lo ha sido para nosotros, sin duda alguna, la invasión de la comida basura en un país como España, cuya exuberante riqueza gastronómica convierte en incomprensible el poder de seducción de los deleznables productos que ofertan sus multinacionales de la ingesta. Si han logrado que su repugnante hamburguesa permanezca en el paladar de la chavalería sobre la portentosa tortilla de patata, quiere decir que están en condiciones de imponernos cualquier otro bodrio.Lo más lamentable es que nos contagian enseguida lo peor de ellos, mientras nos mostramos reacios a aprender su sentido práctico de la vida y otras virtudes que les adornan. Temo, en consecuencia, que se nos pegue una actitud cada día más intensa en los Estados de la Unión. Me refiero a la obsesiva protección de la infancia de las caricias supuestamente perversas de los mayores. Contaba hace unos meses Antonio Muñoz Molina en El País Semanal el episodio que protagonizó en un restaurante de Baltimore cuando un amigo americano le alertó de que no volviera a acariciar a ningún niño como acababa de hacer con un chavalín de dos años sucumbiendo al encanto de sus sonrosados carrillos. No, según le explicaron, porque los puritanos imperantes en Norteamérica se han desatado a tal extremo que son juzgados por los tribunales hasta los gestos de cariño de los propios padres por considerarlos abuso sexual. La paranoia inquisidora permite allí, en las circunstancias actuales, que un juez siente en el banquillo de los acusados e interrogue morbosamente a un progenitor al que cualquier ciudadano afecto a la corriente represora crea haber observado una caricia pecaminosa.

Allí no van de broma. Recuerden que el año pasado un juez de Golden, Colorado, detuvo a un niño de nacionalidad suiza de sólo 10 años porque una vecina le había visto "tocar" a su hermana, de 5. De nada sirvió que el crío les explicara que sólo trataba de ayudarla a desabrocharse los pantalones porque no lograba quitárselos para poder ir al baño, ni los argumentos del padre a favor de la honestidad de su hijo. Entraron en su casa, abrieron la habitación en que dormía el pequeño y le sacaron esposado de pies y manos para meterle en un calabozo. Siete semanas estuvo detenido en un centro de menores del que sólo salía para acudir al tribunal cargado de grilletes. Siete semanas hasta que la presión internacional hizo recular al juez, que anuló el proceso "por un error procedimental".

Si la perniciosa influencia yanqui alcanza algún día nuestro territorio hasta hacer posible semejante ceremonia de la estupidez, tendré que considerarme irremediablemente reo de muerte. Los niños, aparte de ser un lujo caro de mantener, te condenan casi de por vida a una auténtica esclavitud de compromisos y privaciones. De pequeños te quitan el sueño cuando están en su cama y de mayores cuando no lo están. Una de las pocas compensaciones que tiene todo ese padecer es su capacidad ilimitada de generar ternura y afecto. Esa sensación única de achucharles y besarles hasta enrojecer su piel consigue que olvidemos lo cargantes y tiranos que pueden llegar a ser. Un sentimiento que no se limita a los niños propios, sino que se extiende a los ajenos. Siempre me sentí halagado cuando alguien hacía una carantoña a mis hijos y nunca creí ofender a nadie cuando yo hice lo propio con los de otros.

Fue precisamente en un orfanato de Estados Unidos cuando, a principios de siglo, comprobaron los saludables efectos del cariño a través de la epidermis. Allí moría el 90% de los intentos antes de alcanzar el primer año a pesar de tener cubiertas sus necesidades de alimentación e higiene. Alguien pensó que el problema podría derivarse de una posible falta de amor, por lo que solicitaron a los empleados que besaran y abrazaran a los internos como si fueran sus propios hijos. El resultado fue contundente, la tasa de mortalidad cayó al 10%. Un crío sin caricias es como las hamburguesas, insulso e indigesto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_