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Las virtudes esclarecedoras del Pacto de Estella

Después de lo ocurrido en los dos últimos años, percibimos con mucha mayor clarividencia la situación en la CAV. Aunque el panorama que se divisa sea de extrema gravedad, siempre es bueno partir de la realidad, sin hacerse demasiadas ilusiones y sabiendo a qué atenerse. El Pacto de Estella ha tenido la virtud de enterrar no pocos errores y algunos prejuicios que nos tenían acogotados. Por lo pronto, ha puesto de relieve que es una simplificación insostenible la tesis de que el único problema al que nos enfrentamos en el País Vasco es la existencia de una banda terrorista que mata y extorsiona, silenciando un conflicto político muy real que consiste en que unos quieren la independencia y otros en ningún caso. Más complicado aún, entre los primeros los hay que la reclaman recurriendo a la violencia, mientras que los más pretenden conseguirla democráticamente. Los que prefieren permanecer en España forman la parte más homogénea, al defender el Estatuto la inmensa mayoría, pero, por si empeorasen las cosas, conviene no echar en saco roto a los pocos que lo rechazan visceralmente, dispuestos incluso a responder violentamente a la violencia de ETA.Imposible negar un problema de violencia terrorista, en distintos grados, desde el tiro en la nuca y el coche bomba, a la extorsión y la llamada "lucha callejera". Lo decisivo es que todas estas manifestaciones de violencia forman un todo continuo que controla un solo grupo. De ahí que desde una estrategia dirigida a defender y consolidar las libertades no tenga demasiado sentido discernir entre ETA y sus aledaños, aunque la distinción tenga un contenido jurídico claro, al tratarse en el segundo caso de organizaciones legalmente reconocidas. Es éste un hecho de la máxima importancia que agrava enormemente el problema, al disponer los simpatizantes de ETA de una amplia red social que llega a incrustarse en las instituciones. La dirección de los comandos asesinos radica en Francia, pero en el País Vasco se encuentran la estructura financiera, la internacional y la política, como las detenciones del juez Garzón han puesto de manifiesto.

Durante mucho tiempo se había especulado sobre la forma en que esa red conecta o, por lo menos, tiene ramificaciones que entroncan con el nacionalismo democrático. Con Estella ha quedado claro que, en cuanto se asuma el rechazo de la violencia, todo el campo nacionalista queda integrado en un solo bloque. En consecuencia, no se puede desconectar el problema de la violencia del conflicto político, que es, justamente, lo que intentan los que con más ahínco recalcan las concomitancias en el interior del nacionalismo.

Al menos desde Estella, no cabe ya diferenciar tan sólo dos grupos: los violentos, que buscan con el terror una independencia que nunca lograrían con métodos democráticos, y los demócratas, defensores acérrimos de la Constitución y el Estatuto. El PNV, con el Pacto de Estella, si se me permite la expresión, "ha salido del armario" al declararse abiertamente independentista. Pese a que desde los tiempos de Sabino Arana la independencia haya flotado como el horizonte a alcanzar en un futuro indeterminado, en los últimos 20 años el PNV no lo había actualizado en su estrategia a corto o medio plazo. El PNV abandona una ambigüedad que le reportaba ciertas ventajas, al sumar los votos de los nacionalistas que se inclinan a la independencia con los de aquellos que se sienten a gusto con la autonomía, en el convencimiento de que era el precio a pagar por la pacificación. En último término, el pacto consiste en que los independentistas violentos dejen de matar a cambio de que los demócratas independentistas se unan al esfuerzo común de la "construcción nacional". Desde un punto de vista separatista, el pacto no es en modo alguno un desatino: por un lado, pondría fin al terrorismo, la mayor lacra que sufre el pueblo vasco, con lo que los votantes quedarían eternamente agradecidos y si, además a mediano plazo, con el entusiasmo que aportase la paz, se consiguiese de rebote la independencia, miel sobre hojuelas. Arzalluz podría haber pasado a la historia como el pacificador de Euskadi y luego como el "padre fundador de la patria".

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El pacto fracasa porque ETA comprueba, primero, que, si deja de matar, desaparece sin dejar rastro. El poder se traslada paso a paso, pero irreversiblemente, de los asesinos a su brazo político, que empieza a encontrar gusto en la política institucional. Segundo, porque el respiro que da la tregua, lejos de volcar a un electorado agradecido en brazos del nacionalismo en cualquiera de sus tres opciones, sobre todo en los del PNV, artífice principal del pacto, dando incluso algunos votos más a IU, que también se había sumado a la búsqueda de un espacio de sobrevivencia, sirve más bien para que una parte creciente de la población vasca, sin la amenaza de la pistola, se atreva a distanciarse de la mitología nacionalista. De la reacción social ante el asesinato del concejal Blanco el PNV sacó la conclusión pertinente: los crímenes de ETA ya no favorecen, sino que desprestigian al nacionalismo en su conjunto, reforzando el campo constitucionalista. La prioridad absoluta para el nacionalismo es, por tanto, acabar con la violencia. Para ello había que convencer a ETA de que se podía avanzar más deprisa por la vía democrática, aunque luego los hechos, por lo menos a primera vista, no lo corroboraran.

El pacto de Estella ha tenido otro efecto de amplio alcance, y es que hace trizas el postulado de que un Gobierno del PNV sería el mejor antídoto contra ETA. Una autonomía tan amplia, que no es fácil encontrar parangón, y dos decenios de Gobierno nacionalista, lejos de haber satisfecho o diluido al nacionalismo radical, le han servido de caldo de cultivo, hasta el extremo de que retoña con mayor vigor en unas generaciones que, educadas dentro de la mitología nacionalista, han gozado de una amplia autonomía. Si las muchas concesiones de la mayoría al nacionalismo, lejos de aplacarle, sólo han contribuido a que crezca y se radicalice, y todo ello sin dejar de matar, se comprende que muchos estimen que la única alternativa posible es la llegada al Gobierno de uno no nacionalista que mejore la lucha antiterrorista y fortalezca la democracia. Estella deja, además, claro que un PNV independentista busca un fin de la violencia en condiciones que no aniquilen esta aspiración. Por ello sostiene la infalibilidad de la tesis de que no cabe una solución policial del problema de la violencia.

A los socialistas vascos les ha costado trabajo admitir que no cabe ya volver a la situación anterior a Estella. Sencillamente, porque la fractura no pasa sólo entre violentos y demócratas, sino que hay que tener en cuenta la otra línea divisoria, hasta entonces soterrada y que no se superpone sin más a la anterior, que diferencia independentistas de autonomistas. Hay independentistas violentos, pero también los hay demócratas, y estos últimos no encajan en los esquemas que suelen manejarse. Se puede muy bien ser demócrata y, como separatista, no identificarse con la Constitución ni con el Estatuto. Se puede perfectamente ser demócrata y, queriendo permanecer en España, exigir modificaciones sustanciales en la una y en el otro, siempre, eso sí, que se actúe por los cauces previstos. Incluso cabría muy bien discutir si quedan fuera o no del ámbito democrático la resistencia pacífica y otras formas de actuación insurreccional que no desemboquen en la violencia contra las personas y las cosas. No dudo, por mi parte, de que el día que se llegue a una solución del conflicto vasco, y ese día llegará más pronto que tarde, habrá sido preciso una amplia remodelación del Título VIII de la Constitución, que quedó obsoleto una vez trazado el mapa autonómico, que lo más suave que se puede decir es que fue poco acertado, junto con las modificaciones, entre otras muchas que resultarán necesarias, las que posibiliten que el Senado cumpla con la función específica de Cámara de representación territorial. El debate, planteado por el Partido de los Socialistas de Cataluña sobre la federalización de España, hace referencia clara a esta cuestión y no puede separarse de la problemática vasca; se explica que se mantenga en sordina. En suma, no cabe ni siquiera plantear una política realista para resolver el conflicto vasco mientras que se otorgue el predicado de demócratas únicamente a los defensores de la Constitución y del Estatuto. Después de roto el Pacto de Estella -quedó sin vigencia desde el momento en que ETA ha vuelto a matar, dejando al Gobierno nacionalista en minoría-, no cabe más que convocar elecciones para que el pueblo vasco decida. Pero esta vez el PNV va a las elecciones después de haberse declarado abiertamente independentista. Así como ETA ha comprobado que no existe si deja de matar, el PNV, si perdiese el Gobierno, podría experimentar la poca cosa que es sin el control de las instituciones. Se entiende que se resista a convocarlas, aunque al final no tenga otro remedio.

Un Gobierno no nacionalista dejaría bien claro la primacía de la lucha antiterrorista, con lo que ganaría en eficacia y sobre todo en apoyo social. Muchos vascos todavía en la ambigüedad podrían mostrar más abiertamente sus convicciones. Y no se diga que la reacción de ETA contra un Gobierno no nacionalista sería todavía más exacerbada de lo que es en la actualidad, porque ETA, como toda banda terrorista, actúa siempre al máximo de su capacidad de matar, y si, desesperada, se lanzara a acciones más precipitadas y peor preparadas, sólo lograría debilitarse aún más. Un Gobierno no nacionalista en el País Vasco, después de un periodo tan largo de dominio nacionalista, proporcionaría una eficacia renovada a la lucha antiterrorista -la alternancia es el don que vivifica la democracia-, a la vez que podría enraizar una nueva conciencia social, tal vez más democrática y menos agobiantemente nacionalista. Con la condición básica, que me temo no se cumpla, de que en la lucha desde las instituciones vascas contra la violencia no se arremetiese de paso contra el nacionalismo en bloque. El envite es muy fuerte, porque, de triunfar de nuevo el bloque nacionalista, por pequeña que sea la diferencia -y desde que ETA ha vuelto a matar se notan los efectos del miedo y un PNV que se ha declarado separatista conserva buena parte de sus votos-, el nacionalismo lo interpretaría como una señal inequívoca a favor de la independencia.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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