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Tribuna
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Insumisos

Resulta complicado dar con alguna nueva aportación a la ya muy trillada discusión sobre la insumisión y el servicio militar obligatorio: reiterados tantas veces los pros -pocos- y los contras, cuanto se diga tendrá ese sabor inevitable a regurgitación, a página de libro viejo que se ha pasado demasiadas veces. La abolición de la mili hace escaso tiempo pareció atenuar el vigor de las protestas, y volvió inútil, a primera vista al menos, seguir gastando saliva en un asunto que parecía definitivamente zanjado; pero las circunstancias nos obligan a sacar las viejas palabras del arcón, a construir de nuevo con ellas frases que habían perdido su sentido, como los ejemplos que llenan los libros de texto de latín. Todos los jóvenes esperábamos con resignación aquel año en blanco de la prestación social sustitutoria que pasaríamos vegetando en alguna oficina, haciendo fotocopias somnolientas o yendo a cumplir recados estériles al despacho de dos plantas más arriba. Otros se negaban. Antonio era un tipo de mi barrio empaquetado en una cazadora de cuero con remaches y unos vaqueros estrechos que se dedicaba a dar conferencias sobre estupefacientes y el uso del condón; en un par de entrevistas televisivas y dos o tres artículos expuso las razones que le amparaban para negarse por igual al servicio militar y la inutilidad sustitutoria: era un bondadoso pacifista de los que hacen arquear los labios, motivo por el que, como en una paradoja de Chesterton, pasó unos cuantos meses durmiendo en la cárcel.Mi conocimiento de Teoría del Derecho no llega a tanto como para permitirme penetrar las muchas veces nebulosas justificaciones de las sentencias. Sí creo, con Bentham, que si la pena es necesaria debe cumplirse y que si no lo es no debe emitirse. Parece un manifiesto absurdo que decenas de jóvenes hayan sido condenados durante una serie de años a compartir celda con delincuentes o a prescindir de las instituciones civiles por la adecuación a unas normas de vida y de conciencia que consideran justas y cuya coherencia, en puridad, no puede serles negada. En países que cacarean de democracia, los procesados por insumisión han sido siempre la mosca enfangada en el pastel, el escupitajo en la mejilla, la jodida cagadita de paloma que ensucia nuestro mejor abrigo: no se podía admitir sin humillación que existían personas privadas de su libertad y derechos por un oscuro delito de desobediencia civil, que tanto apestaba a Luis XIV, al gulag y a la brigada político-social. Pero cuando el Gobierno se decide a repartir su munificencia entre los súbditos del Estado y salpica de indultos a propios y ajenos, el estupor se entrevera con la ira en el momento en que se advierte que sólo una suma parcial de aquellos inocentes fueron exonerados de sus condenas. El insumiso Nino, cuya liberación reivindican todas las fachadas de Sevilla amén de la corporación y un millar de firmas, sigue en un penal militar mientras individuos que han demostrado la poca estima que les merecen las leyes deambulan por las calles con el honor reparado. El indulto, y más si lo recomienda el Papa o Santa Claus, suena limosnero y miserable y se parece demasiado al gesto de perdonar la vida; pero sí era un buen recurso para reparar un sinsentido que durante años ha estigmatizado a mucha de la juventud más inofensiva de este país.

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