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Tribuna
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La caspa

"Este premio habrá escocido a mucha gente, lo cual me colma de satisfacción". Con esta sublime elegancia recogía Francisco Umbral la noticia ya anunciada de su Premio Cervantes. Quizás el premio es merecido, pero desde luego no es edificante.El mundo literario (esta vez no ya del paisito, sino del imponente Estado nacional) anda bastante revuelto. El Ministerio de Cultura manda a la Feria del Libro de Guadalajara, en México, un nutrido batallón de escritores, pero para algunos no han sido los suficientes. O todavía peor: faltaban algunos de los suyos, pero sobraban muchos de esos otros con los que compartieron, a regañadientes, pasaje trasatlántico. Por eso un discípulo (estilístico y moral) del propio Umbral "denunció" favoritismos, amiguismos y enchufismos, implicando a escritores, editoriales y periódicos: una conspiración judeo-masónica en toda regla. Todo el mundo tuvo que ponerse en movimiento, ponerse a salvo, ponerse en pie de guerra, ponerse a malas o ponerse ciego a insultos y descalificaciones.

El penoso espectáculo de escritores y críticos lanzándose los trastos a la cabeza por la feria mejicana tiene un espléndido reflejo en la umbraliana mezquindad, una mezquindad que ni siquiera en los momentos de éxito clamoroso se permite el más mínimo rasgo no ya de grandeza, sino de discreción. En España, como en todo el universo conocido, saber perder resulta complicado, pero lo que sorprende es también lo difícil que resulta ganar cumplidamente.

Contra lo que se suele creer, la intelectualidad literaria ha ido siempre a remolque de los tiempos. Umbral es un ejemplo de esa inadaptación, de ese encastillamiento literario y moral en tiempos predemocráticos. Umbral es un ejemplo de hasta qué punto se puede ser gran escritor, poseedor de un estilo deslumbrante, y permanecer al mismo tiempo varado en las capas más profundas de un costumbrismo nacional decimonónico.

El mundo literario español tiene poco de europeo. Se permite espectáculos penosos como el de Guadalajara. Se permite chulerías de legionario como las que ofrece Umbral al populacho cada vez que se pone a tiro un periodista. Sigue habiendo algo oscuro y preilustrado en este oficio, un ambiente de casino de pueblo cuyos socios llevan décadas aburriéndose juntos y cocinando rencores recíprocos. Está lleno de personajes que declaran ante la prensa, sin sonrojo, que sólo leen a sus amigos; está lleno de sujetos menos atentos a la obra literaria que a los movimientos de sus presuntos adversarios; está lleno de tipos que siguen prefiriendo una buena ración de callos a una dieta variada y digestiva.

Hace algunos años Jesús Ferrero reflexionó públicamente acerca de lo fácil que es en este país crearse enemigos haciendo algo tan callado, tan humilde y tan escasamente ofensivo como escribir literatura. Uno publica un libro y, de pronto, flechas envenenadas comienzan a clavarse en la puerta de casa. Uno publica un libro y parece que se trata de una afrenta intolerable al personal.

Ello no implica, por supuesto, que en un mundo tan mezquino no estén permitidas las alianzas. Pero son alianzas que exigen la más absoluta insobornabilidad, la completa subordinación del criterio personal al listado ya cerrado de amigos y enemigos. Huelga decir que, ante la escasa categoría de la mayoría de los oficiantes, esas alianzas son también efímeras, movedizas, y se dinamitan enseguida para volver a recomponerse, en otra dirección, con otros miembros, en función del interés de cada uno de los implicados.

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Se trata de un sistema literario brutal y primitivo, una especie de tosca tertulia de taberna donde sigue teniendo razón el que grita más, el que se permite la injuria más indiscriminada, el que insulta con mayor descaro. De pronto se hace el silencio, y hay alguien que lo considera una buena oportunidad para mostrar su talento: entonces eructa. Y el nauseabundo regüeldo les hace gracia a todos: a amigos y a enemigos, todos reunidos en una tumefacta tertulia de café propia de los años cuarenta, en una oscura ciudad de un oscuro país.

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