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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La hora de los hechos

George Bush llega al trono de EE UU en las peores condiciones. Su precaria victoria ya ha comenzado a cobrarse precio. El propio Tribunal Supremo de EE UU ha quedado marcado ante la opinión pública por el carácter abiertamente político de su decisión, pese a que la predisposición de los estadounidenses a aceptarlo como árbitro incontestable de su realidad social se sustenta en la creencia de que sus nueve jueces actúan en el terreno de los principios, no de las consideraciones políticas. Es difícil imaginar que los padres fundadores avizoraran un panorama en el que la jefatura de la república acabara asignada de manera tan arbitraria. Por eso, porque pocas veces alguien recibe tanto poder después de tantos incidentes, el presidente electo tendrá que dedicar los primeros tiempos de su mandato a reforzar su endeble posición de partida.Dicho esto, merece destacarse como elemento alentador la manera civilizada y el talante con que el perdedor Al Gore y el propio Bush han zanjado cinco semanas de acritud. El tono reconciliador de ambos políticos, además de lanzar el mensaje correcto a los ciudadanos, debe permitir a la Casa Blanca mantenerse alejada del fragor de la lucha partidista, al margen de quien sea su ocupante y las circunstancias de su llegada.

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Bush, al que muchos de sus conciudadanos ven como una figura de poco calado, ha prometido en su primer mensaje a la nación ser un presidente de unidad, no de división. Su palabra, de la que muchos desconfían, va a ser puesta inmediatamente a prueba con la elección de sus colaboradores inmediatos. Sus repetidos llamamientos a la concordia sugieren que el presidente electo está decidido a hacer política con ayuda de los dos bandos del Capitolio. Ésta será la primera vez en 50 años que los republicanos controlen, además de la Casa Blanca, las dos Cámaras del Congreso, la de Representantes por la mínima y el Senado a través del voto de desempate del vicepresidente Cheney. Y sería ingenuo olvidar que las perspectivas de una colaboración real entre republicanos y demócratas depende más de la disposición de ambos partidos que de la del propio Bush.

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La carpeta de temas pendientes del 43º presidente de EE UU es significativa. En el terreno doméstico, además de la sanidad, la educación y la revisión a la baja de su previsto recorte masivo de impuestos, poco parece más necesitado de reforma que un sistema electoral averiado. No sólo por lo impresentablemente accidentado, técnica y políticamente, de los comicios presidenciales. El hecho de que se gasten casi 600.000 millones de pesetas para lograr atraer a las urnas a la escasa mitad del censo pone interrogantes sobre la salud de la democracia estadounidense. Internacionalmente, Bush debe dispersar cuanto antes el temor de que su Administración sea aislacionista y unilateral. Tanto los conflictos concretos como las iniciativas globales -se trate del sostén de las Naciones Unidas o del paraguas antimisiles que Washington pretende, contra todos- necesitan de diálogo estrecho y continuado entre EE UU y sus aliados, Europa fundamentalmente. En este sentido, la designación ayer como jefe de la diplomacia del general retirado Colin Powell y su intención de nombrar a Condoleeza Rice como consejera de Seguridad Nacional es doblemente alentadora. Bush no sólo ha manifestado su compromiso con la democracia, el libre comercio y la paz. Señala también la disposición de un inexperto a dejarse aconsejar solventemente.

Pero el desafío básico y previo de quien asumirá el próximo 20 de enero el cetro más pesado del planeta es encontrar el tono y el método que hagan olvidar su azaroso entronamiento. Misión principal de Bush es perfilar un proyecto nacional que sobrepase la estrechez del veredicto de los votos, los de las urnas y los del Supremo. La mayoría de los ciudadanos cree que las divisiones políticas puestas de relieve en las últimas semanas hipotecarán su mandato. La historia contemporánea, sin embargo, enseña que victorias tan precarias no significan necesariamente presidencias débiles. Probablemente los estadounidenses estén dispuestos a pasar página, pese a la amargura reciente, si su nuevo líder es capaz de empuñar el timón, en la intención y las acciones, con el espíritu de sentido común, apertura y reconciliación que ha prometido.

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