Inflación e injusticia social
El autor afirma que el Gobierno protege a ciertas empresas de los efectos de la competencia y, de esa forma, está alimentando la inflación. Como resultado, el descontrol del IPC daña los salarios de los trabajadores, reduce la cohesión social y a largo plazo castiga al empleo
No es de extrañar que los partidos de izquierda critiquen al Gobierno por una política económica que ha llevado a la inflación a situarse por encima del 4%, porque la inflación, además de sus consecuencias negativas desde el punto de vista económico, genera injusticia social.Esta semana, el Instituto Nacional de Estadística ha proporcionado dos datos que explican el aumento del malestar social que reflejan las encuestas de opinión. Ayer, el dato del IPC de noviembre, que muestra que la inflación aumentó por encima del 4% y, dos días antes, el dato -un 2,4% anual- del crecimiento de los salarios en el tercer trimestre del año.
El Gobierno dice que no puede hacer nada porque no puede controlar el precio del petróleo o el tipo de cambio del euro. Nadie le pide al Gobierno que se preocupe de lo que no puede, sino que se ocupe de lo que debe. Por ejemplo, de la política fiscal o de la competencia.
Y es que la gente entendería perfectamente que, como consecuencia del petróleo y del euro, la inflación hubiera ascendido notablemente, como ha sucedido en Francia y Alemania, y el crecimiento del IPC hubiera saltado a niveles del orden del 2,2% o el 2,6%, como lo ha hecho en esos países. Nadie criticaría al Gobierno por un aumento de la inflación debido al petróleo y al euro que hubiera situado el IPC español en esos niveles. Pero la inflación en noviembre se ha situado en España en el 4,1%, una tasa que es casi el doble que la europea.Es aquella parte de la inflación española que no se debe al petróleo o al euro, sino a una política económica que ha propiciado una inflación superior a la de nuestros socios europeos, la que es fuente de injusticia social.
Si el petróleo y el euro fueran los únicos responsables, el único problema habría sido el de una transferencia de renta de todos los españoles hacia el exterior. Los salarios se habrían moderado, pero también los beneficios habrían acusado los mayores costes de las importaciones. Todos los españoles estarían peor, pero la cohesión social no se habría visto perjudicada.
Pero no es esto lo que ha sucedido. En España, además de las transferencias al exterior ha habido transferencias internas de rentas entre unos y otros españoles como consecuencia de nuestra mayor inflación. El problema español es que, si se resta la inflación -en torno al 4%- del crecimiento de los salarios nominales -un 2,4%-, se observa que los salarios reales percibidos este año han descendido en más de un 1% en relación a los del año pasado.
Y mientras, ¿qué ha pasado con los beneficios de algunas empresas? El indicador de los resultados de las pertenecientes a la Central de Balances sitúa su crecimiento en un 45% sobre el año anterior. Si a este crecimiento se le resta la inflación, el crecimiento real de los beneficios se sitúa en un 41% por encima de los obtenidos durante el año pasado.
Esta injusticia no debe sorprender, es el resultado de la combinación de una política que estimuló la expansión de la demanda a la vez que protegía a algunas empresas de la competencia.
Nadie se podría quejar ahora si los beneficios se hubieran obtenido en competencia y en un entorno de moderación de la demanda. Esos aumentos en los beneficios son siempre legítimos porque se basan en el buen hacer de los empresarios, en los aumentos de productividad y la reducción de costes.
Si se hubiera hecho una política que hubiera permitido solamente ese tipo de beneficios, la inflación no habría aumentado como lo ha hecho en España. Pero los beneficios obtenidos a base de retrasar la introducción de competencia y de una demanda interna desbocada son vistos correctamente por la opinión pública como injustificables socialmente porque no responden a un esfuerzo legítimo, sino a haberse aprovechado de una política económica que los ha tolerado.
Y hasta ahora sólo estamos sufriendo el primer efecto negativo que, desde el punto de vista social, tienen las políticas inflacionistas, el de la redistribución negativa que se produce cuando los salarios son castigados mientras que los que perciben rentas relacionadas con los beneficios empresariales se ven premiados sin justificación. Pero, desgraciadamente, la inflación acaba trayendo también otro efecto social negativo y es el de perjudicar la creación de empleo.
El segundo problema que provoca el ascenso espectacular de los beneficios generado por una política económica inflacionista es que esos beneficios no son sostenibles y, como los agentes económicos lo saben, las expectativas de los propios inversores se deterioran, la inversión se desacelera y, al final, el crecimiento del empleo decae.
Las políticas que permiten o favorecen la inflación son doblemente injustas: en el corto plazo perjudican los salarios reales de los trabajadores y, en el medio plazo, perjudican el empleo. Son dos razones de justicia social para abandonar una política económica inflacionista.
Pero parece que la justicia social no está de moda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.