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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La mecha de Igualada ANTONI PUIGVERD

El espacio de ocio cultural más sugestivo de los últimos tiempos no ha surgido en Barcelona, sino en la discreta e industriosa población de Igualada. Cal Ble, se llama. Un asombroso y entrañable centro situado en un reformado caserón ochocentista de la Rambla igualadina. No le protege el paraguas de una institución pública o bancaria, sino la peculiar sensibilidad de Lluís Verdés, que ha apostado en esta aventura no sólo su dinero, sino toda su fe (que, como verán, no es poca). Hace unos meses presenté allí mi novela. Y me prometí regresar. Y aquí estoy, aprovechando que el popular Llorenç Petràs va a charlar sobre las setas (acaba de editar un libro en Empúries, que se ha agotado en 10 días). Un primer vistazo a la planta principal permite captar la variedad de ambientes que se congregan en Cal Ble. Frente a la Rambla, grupos de mujeres con aire antiguo toman el té. Junto al jardín, flirtean los jóvenes. Por una escalinata repleta de cuadros (Mariscal, Comadira), Lluís Verdés me conduce al salón de fumadores. Es una habitación confortable, en la que el gusto burgués original se mezcla con detalles vanguardistas. Una vitrina climatizada ilumina suntuosos cigarros. En este espacio, Mr. Pickwick, el pintor Bacon y Joan de Sagarra convergen en simbólica tertulia.Verdés me explica su historia. Heredó en su juventud una tienda de ultramarinos y, junto a su socio Miquel Elmena, creó, con buen éxito económico, la cadena Kembo de supermercados. Llegado a la fatídica frontera de los 40 años, decidió variar completamente el rumbo: vendió sus 25 tiendas a una supercadena y, al cabo de unos años de reflexión, ideó este espacio cultural y gastronómico. Antítesis de la moda grandilocuente y colosalista, Cal Ble no pretende ser más de lo que en apariencia es: una amplia casa particular que abre sus puertas al curioso. Verdés cree que, superado el siglo de las grandes visiones, llega el siglo de las pequeñas cosas. Se trata de pasarlo bien compartiendo con la gente pequeños detalles: una sesión de jazz, una cena con un escritor, un tecno party, un recital de autor, una charla sobre cine con un antropólogo, un debate político, una degustación de coñacs guiada por un experto.

De la cocina, calculada hasta el mínimo detalle (incluso las basuras se guardan en frigoríficos), salen menús extremadamente simples y accesibles a todos los bolsillos. Las propuestas gastronómicas de Cal Ble responden a las tres formas básicas de la cocina ancestral: el horno de leña; el asador o broche y el wok o sartén de oriente. Depuradas, sin embargo, con los medios técnicos más modernos: el fuego del asador, por ejemplo, cae en vertical a fin de desengrasar completamente la carne. La cocina antigua y minimalista permite efectos sutiles: el salmón, por ejemplo, puede ser asado al perfume de un jabugo colgante que gotea lentamente. Verdés no se considera un gastrónomo y detesta los sustantivos ("refinamiento, sofisticación") con que la alta gastronomia se ornamenta -lo cual no le impide organizar cenorrios como el festival de setas que hoy nos vamos a zampar-. Bajamos hasta la bodega, junto a la cava de jazz. Rodeados por 270 caldos distintos, me confiesa que no entiende de vinos, pero que le gusta cultivarse. A los que frecuentan su casa, les propone cultivarse con él. Esta es su idea de la cultura: "Invitamos a expertos para que nos ayuden a entender un libro, un cuadro, un plato, un vino, una pieza músical... Para captar los matices, para aprender".

Llega Llorenç Petràs, con su entrañable aspecto de oso, y a partir de este momento, la palabra es suya. Sobre las setas, lo sabe todo. No en vano regenta, en el mercado de la Boqueria, más que una tienda: el templo de los micófagos. Con verbo atropellado y estilo campechano, describe tipologías, aconseja maneras de cocinarlas y trucos para conservarlas. Resume también la historia de nuestra moderna relación con ellas. Cuando Franco agonizaba, la familia Petràs, que comerciaba con caracoles, se inclinó por los hongos. En aquel entonces el Ayuntamiento barcelonés sólo permitía la venta de cinco tipos de setas. Ahora llegan en masa, incluso del Japón. De lo que se deduce que las setas y la democracia avanzan en comandita. Entre anécdotas ("los ceps congelados son mejores que los frescos, más perfumados") y apasionadas declaraciones de amor micófago, una parte de los asistentes a la charla nos sentamos entre los manteles. El menú está dedicado exclusivamente a las setas. Apunto sólo el principio y el final: un carpaccio de ceps que provoca expansiones místicas, y una crema catalana con setas caramelizadas. El maravilloso postre contiene una moraleja. A saber: que las tradiciones patrióticas consiguen sorprendernos sólo si están ligeramente "tocades del bolet".

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