Ibar... ¿qué?
Hace muchos años, dos editores, uno argentino, Guillermo Shavelzon, y otro mexicano, Sealtiel Alatriste, acudieron al despacho de los altos ejecutivos de una compañía mexicana que debía comprarles un importante lote de colecciones de libros. Al término de la reunión, que duró tres horas, Shavelzon le dijo compungido a Alatriste:-Caramba con tus amigos, no nos han comprado ni un ejemplar.
-¿Cómo que no? Han comprado sesenta colecciones, replicó el editor mexicano.
-Pero, ¿en qué momento dijeron que sí?
-Ah, ¿tú esperabas que un mexicano dijera en algún momento que sí?
Un día volvió a contar esa anécdota Sealtiel Alatriste y este cronista le sugirió:
-Debías escribir un libro de instrucciones para vivir en México.
-Ya está escrito. Lo escribió Ibargüengoitia.
-Ibar... ¿qué?, le preguntaron a Alatriste.
-Ibargüengoitia, Jorge Ibargüengoitia. El autor de Las muertas.
Alatriste llevó a su amigo español a una librería del centro de México -allí donde todo se encuentra, y donde hay cientos de personas buscando libros que nadie se atreve a descatalogar- y le procuró todos los libros de Ibargüengoitia, pero sobre todo ese que se titula Instrucciones para vivir en México. "Toma", dijo Alatriste, "llévate cinco, para que regales a los que veas serios".
Ahora este cronista ha regresado a México y ha vuelto a comprar cinco ejemplares de Instrucciones..., para regalar a aquellos "que vea serios". Un gran periodista mexicano, Guillermo Sheridan, es el que hizo el regalo de juntar ese libro, que se compone de columnas que Ibargüengotia publicó en los años setenta en el diario Excelsior; la devoción con que Sheridan efectuó esa selección ha sido altamente recompensada por el éxito de lectores: el libro que tengo ahora en las manos, editado por Joaquín Mortiz, apareció por vez primera en 1990 y se ha reimpreso diez veces; los editores saben cuánto cuesta que se reediten las colecciones de artículos, pero éste se consume como pastillas.
¿Y cuál es el secreto? ¿México, las instrucciones, el propio Ibargüengoitia? Sin duda, el propio Ibargüengoitia, pero en primer término su buen humor, su capacidad para distanciarse de la solemnidad, su ternura y su alegría: su mujer, la pintora Joy (que significa alegría, por cierto) Levine, dice en uno de los prólogos de este libro que Jorge "era un hombre fundamentalmente alegre: llevaba un sol adentro". Ese sol es el que ilumina una escritura rápida, esencial, que va pasando por encima de las cosas que le suceden a diario, en México o en París, sus dos ciudades, y que trascienden lo que es la crónica personal de un hombre que, como todo escritor, podía padecer la tentación de llenarse de sí mismo: frente a los que tienen la tentación de usar las páginas de los diarios para contar qué les pasó en el metro, en el avión, en el autobús o en el retrete, Ibargüengoitia trata de traspasar hasta la circunstancia de su propio país para construir un breviario universal de lo que debe ser el artículo periodístico: fresco, abierto, sobre lo que pasa y no sobre lo que te pasa.
¿Y es sólo periodismo? Sheridan dice en su introducción de este libro memorable algo que ya escribió Eliot: "No se puede alegar que el periodista trabaje un material distinto al de otros escritores, lo que hay que reconocer es que lo hace por un motivo distinto y, quizá, más honorable aún".
Ibargüengotia escribía caminando: en los bares, en las azoteas, en el balcón de su casa, riendo siempre, y eso no lo dicen sólo los prólogos, se ve en sus libros; escribió novelas, claro, y aquí se conocen; alguna vez, incluso, sus amigos mexicanos le rindieron homenajes íntimos en Madrid, donde murió, en accidente aéreo, hizo 17 años el 27 de noviembre; desde que Alatriste me descubrió las Instrucciones... no he dejado de recomendar a los que escriben columnas, estudian periodismo o lo practican con el ceño fruncido que se lean estos textos humildes y luminosos de los que sale uno corriendo como si acabara de descubrir la playa para entrar en ella.
Ibargüengoitia, sigan la flecha y no se pongan tan serios.
Babelia
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