El Año Verdi arranca entre ruptura y convención
Polémico 'Ballo in maschera' en Barcelona, mientras Sevilla estrena una 'Traviata' sin sorpresas
Lunes, 4 de diciembre. Liceo de Barcelona. Mientras aún suena la obertura, se levanta el telón y en escena aparecen unos caballeros, se diría que salidos de una película de Buñuel, haciendo necesidades mayores en unos servicios públicos. Conforme la obertura y los alivios llegan a término, los caballeros proceden a subirse los pantalones. Por encima de ellos, tenuemente iluminado, se intuye un hemiciclo con rojos sillones aterciopelados: pongamos el de la carrera de San Jerónimo.El público del Liceo empieza a murmurar. Se intuye una pregunta colectiva: ¿qué falta hace poner eso en Un ballo in maschera? El rey entra en escena: es un tipo seguro de sí mismo, un arrogante que palmea espaldas. Sus súbditos llevan traje y corbata y gafas oscuras, tipo ray-ban: cuando cantan el himno al monarca se les dispara el brazo en alto (como al Dr. Strangelove de Kubrick / Sellers), por más que algunos tratan de ocultarlo. La representación avanza: en el cuadro de la maga Ulrica, dos jóvenes en porreta viva se manosean en la penumbra, sin suscitar ninguna reacción digna de ser reseñada.
El cafarnaún se desencadena al principio del segundo acto, cuando la escena se traslada fuera de las supuestas murallas de la ciudad, a un "orrido campo" donde se ajusticia a los delincuentes. Allí, antes de la gran aria de Amelia, un proxeneta con tanga rojo es violado hasta la muerte por un militar salvaje ayudado por varios compinches (Salò, de Pasolini; Querelle, de Genet / Fassbinder). Abucheos, gritos. La obra no llega a interrumpirse, pero casi. A partir de ahí la función prosigue hasta el final sin tropiezos. Los cantantes, el coro y la orquesta reciben al final una cálida ovación. Cuando aparece el director de escena, Calixto Bieito, el público se divide: muchos aplauden, no pocos patean. A estos últimos, claro, se les oye más. En el aire flota de nuevo la pregunta: ¿qué falta hacía todo eso?
Historia de amor
Massimo Mila, reconocido crítico italiano, pensaba que ninguna. Para él Ballo era una historia de amor, un Tristán en clave italiana en el que dos amantes sucumbían ante hostilidades de ambientación variable. Podía ser tanto la ciudad de Boston en el siglo XVII -según se leía en el libreto de Antonio Somma cuando la obra se estrenó en Roma, el 17 de febrero de 1859- como la Suecia del rey Gustavo III del siglo siguiente, según la idea original que la censura borbónica no toleró (Ballo resultó de un encargo abortado del San Carlo de Nápoles). Mila y sus seguidores están en su derecho de reclamar esa historia pura libre de polvo y paja: el conmovedor dúo del segundo acto (¡qué bien lo sacaron Ana María Sánchez y Walter Fraccaro!) siempre les dará la razón.Pero también hay derecho a pensar que se trata de una historia de amor metida en otra historia, mucho más lúgubre e inquietante: una historia de poder. La versión primigenia, basada en una pieza anterior de Eugène Scribe, se inspiró en un suceso real: el asesinato del rey Gustavo III, monarca liberal, de un tiro por la espalda que le asestó cierto conde de Anckarström en 1792. Y aunque Somma y Verdi nunca retocaron el libreto y la partitura tras el estreno romano -extremo curioso en Verdi, impenitente corrector-, lo cierto es que la tradición ha tendido a sustituir el Riccardo original por el Gustavo sueco, y el Renato bostoniano por un más definido Renato conde de Anckarström. Las generaciones posteriores devolvían así a Verdi lo que su propio tiempo le había secuestrado.
¿Le interesaba a Verdi la política? Enormemente. El mismo año del estreno de Ballo el compositor conoció a Cavour, primer ministro de la casa de Saboya, impulsor de la unidad de Italia. Fue tal la impresión que le causó el personaje que cuando éste le pidió que fuera diputado en el primer parlamento italiano Verdi no supo negarse. Ejerció el cargo durante cinco años con absoluta dedicación: impulsó la primera política teatral del nuevo Estado.
Ballo, como al menos Rigoletto, Don Carlo y Otello, es una reflexión a fondo sobre el poder. Un poder ora sincero, que busca el bien común, ora hecho de halagos, frivolidades, traiciones: con cuánta maestría la música se mece entre estas pulsiones. Calixto Bieito va por ahí. Parte de la idea de que todo poder necesita mantener sus cloacas habitadas por conspiradores a tiempo pleno en las que puede ocurrir de todo. La reciente historia de este país da la razón a Bieito. A él y a Verdi.
Y si a algunos asistentes al estreno este montaje les repugnó, a otros, entre los que se cuenta el cronista, les llenó el espinazo de escalofríos. Un espectáculo soberbio, comedido, con mínimas salidas de tono. Por lo demás, de una alta graduación musical, y es que cuando se prevé lío existe una extraña ley compensatoria por el lado de la interpretación: espléndidos estuvieron Lado Ataneli (Renato) y Elisabetta Fiorillo (Ulrica); mejor en los concertantes que en las arias, aunque siempre convincentes, los ya citados Ana María Sánchez y Walter Fraccaro; desenvuelta Ofelia Sala (Oscar), seguros Simón Orfila (Ribbing), Celestino Varela (Horn) y David Rubiera (sirviente). Desconocida, por competente, la orquesta dirigida por Bertrand de Billy y brillante el coro que carga con tanto compromiso.
En la escena de la violación, una señora de las proximidades gritó airada: "¡Cochinos!". Es el riesgo que un teatro moderno debe asumir. Riesgo asumible, por otra parte, no nos engañemos.
Babelia
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