Viajar para contarlo SERGI PÀMIES
Durante 1998 y hasta septiembre de 1999 la periodista Elisabet Pedrosa viajó al norte de Brasil para colaborar con Abraço, una asociación brasileña de radios comunitarias que solicitaba los servicios de una cooperante. La cooperante era ella y, con la ayuda de una ONG, cooperó dando clases de radio. Un año después, Pedrosa publica las impresiones de su viaje en el libro Fills de la pluja (La Magrana), donde reúne los e-mails que fue mandando desde su voluntario exilio. No ha llovido tanto desde entonces y, sin embargo, le parece que hayan pasado siglos. "Brasil es un país joven y lleno de niños que te contagian su vitalidad. Ese viaje supuso una inyección de juventud. Antes de llegar allí, tenía una cana. Regresé sin ella y ahora me ha vuelto a salir", cuenta Pedrosa (Barcelona, 1969).A lo largo de las 126 páginas del libro, las impresiones se mezclan con descripciones de paisajes que tienden al exceso. ¿Dar clases de radio? "¿Imagináis lo que es la radio en un país en el que cuando se critica a un señor todopoderoso -diputado federal- éste se presenta en la emisora con su guardaespaldas (su pistolero particular), hiere a tres periodistas y no los mata porque se le atasca la ametralladora, y a la mañana siguiente sigue estando en la calle? ¿Os imagináis el papel que puede desempeñar la radio en lugares en los que no existen ciudadanos, ni derechos, ni agua potable, ni caminos, ni dentífrico, ni lavadoras, ni tantas cosas?", escribe Pedrosa. Hay, pues, un inequívoco mensaje y ese idealismo que, a falta de algo mejor, han asumido las ONG. Los ojos de Pedrosa no pueden disimular el hambre por mirar, interpretar y, si hay suerte, comprender. Su retina es como un pasaporte en el que cada paisaje deja inscrito su sello. Birmania ("la pasión por descubrir algo diferente, con un misticismo excepcional"), Irlanda del Norte ("conocer un conflicto tan libanizado me despertó la curiosidad periodística"), Bosnia ("vi niños que habían envejecido demasiado deprisa y que tenían canas") y, finalmente, ese Brasil recorrido con un espíritu que combina cierta ambición ideológica, las gotas de insensatez propias de los valientes y el deseo de, sin ser naïf, contribuir a algo: "El trabajo de una cooperante no consiste en arreglar nada. Más bien consiste en dar a conocer una realidad marginada de los medios y, sobre todo, ayuda a canalizar los anhelos de una gente que busca una opción quizá más humanista que ideológica", comenta no sin admitir que, a veces, ese activismo solidario tiene "un componente caritativo seudomisionero peligroso, ya que tampoco es bueno que las ONG actúen como parches de las insuficiencias de los Estados responsables".
La reflexión, sin embargo, es secuestrada por impresiones más cercanas a los sentidos que a la razón: la primera oportunidad de presenciar un baile, de subirse a un autobús, o de definir los sensuales matices de las frutas indígenas, o de los olores locales, o de la delirante percusión de una fiesta sin fin. Y, como telón de fondo, una inquietud que se expresa con una franqueza inusual, producto, sin duda, del contagio ambiental y de un género -el de la correspondencia electrónica- sin leyes ni ataduras. ¿Demasiados adjetivos para ser objetivo? ¿Demasiada primera persona para ser neutral? Puede que este sea el mérito del libro. Además: Pedrosa parece no creer demasiado en la neutralidad. Desde que vio la película Bajo el fuego, que contaba las peripecias de un fotógrafo en la Nicaragua revolucionaria, sintió que su rompecabezas vocacional encajaba. El periodismo parecía la mejor coartada para reunir "viajes, emoción, aventura, escritura, ideología y cierto romanticismo".
Pero los viajes tienen un precio. Cuando uno está lejos, la morriña. Y cuando regresa, el choque con la realidad, tan opuesta a la que deja atrás. "Cuando regresas, te choca la opulencia en la que vives pero, por desgracia, enseguida te acostumbras. A lo que no te acostumbras es a ver según qué formas de degradación. El otro día, en el Raval, vi a un grupo de niños de la calle, ciegos de cola, intentando incendiar a uno de esos chicos que trabajan haciendo de estatua en La Rambla. La estatua también se había encolado lo suyo y se pasaron un rato los unos intentando incendiarlo y el otro apagando las llamas. Fue una escena muy significativa. Todo eso en una calle de una ciudad teóricamente rica y opulenta, pero con heroinómanos en las esquinas, indigentes, alcohólicos prematuros y niños perdidos. Si eso hubiera ocurrido en Brasil, con un Gobierno corrupto y una situación social terrible, lo fácil hubiera sido pensar: claro. ¡Pero aquí!". Y la exclamación de Pedrosa queda suspendida en el aire, condensándose en una pequeña nube de indignación que, a la larga, generará, sospecho, una fina lluvia de palabras y pensamientos.
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