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Tribuna
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Lectores

Como todos los años, llega la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión a Sevilla con las primeras lluvias, y paseo entre los stands manchándome las botas en el barro de los charcos y decorando el cuero con las hojas caídas de los álamos que alfombran el pavimento de toda la plaza. Las tardes, añiles y húmedas, están menos vacías ahora que se puede pasear entre los expositores, rescatando títulos de los almacenes de los ropavejeros, resucitando portadas forradas de polvo del unánime cementerio del olvido. Casi nunca se da con ese prodigio que uno espera, pero es cierto que las muñecas vuelven a casa doloridas de las bolsas de plástico, llenas de volúmenes inútiles que situaremos junto a todos aquellos que acopiamos un tanto estérilmente en las estanterías, con seguridad de que no los leeremos. Schopenhauer decía que estaría bien que con los libros se pudiera comprar el tiempo necesario para recorrerlos, y Séneca se reía de la presunción de un contemporáneo suyo que poseía una biblioteca de cien ejemplares: como si alguien, concluía, poseyera tiempo en toda su vida para leer tantas cosas. Hoy yo me he traído dos o tres manuales de Historia, uno acerca del Romanticismo inglés, una versión remota del Santuario de Faulkner. Entre los primeros se encuentra un tomito muy gastado, de color lila, sobre la Historia de Bizancio; abro la página inicial y hallo que está firmada, por un fantasma impersonal del que apenas puedo descifrar la caligrafía. Mi primera intención es arrancar esa primera página para estampar mi rúbrica egoísta sobre la segunda, como hago con todos mis libros, pero luego me arrepiento.La librería Gibert Joseph de París dedica una sola de sus cinco plantas a la reventa de libros usados. El eslogan que se repite en las señales de lectura que la librería reparte es hermoso: les livres ont plusieurs vies, los libros tienen muchas vidas. Para ellos no hay cielo ni infierno posibles, no existen más allá ni trascendencia; su sino necesario es la reencarnación, la transmigración perpetua, el peregrinaje de mano en mano entre muchedumbres de lectores. En un bello pasaje del Fedón de Platón, el pitagórico Cebes aventura que el alma es quizá, simplemente, el resultado de la armonía entre los miembros del cuerpo, igual que la melodía es consecuencia de la combinación de las partes de la lira; las aventuras, los paisajes, las personalidades que contienen los libros son el resultado de la suma de sus signos, y en no menor medida del papel elegido para trazarlos, del material usado para protegerlos de las inclemencias ambientales: el mismo texto es diferente en volúmenes distintos, y por eso resulta grato pasear por la feria dejándose seducir por títulos que ya conocemos en ediciones actuales, o en otras tan remotas que su distante vejez las vuelve inéditas. No arrancaré la hoja inicial de mi volumen sobre Historia bizantina, por la suficiente razón de que la firma de ese desconocido es parte ya tan íntima de él como la que yo marco en la segunda hoja, como las infinitas que vendrán luego el día en que mi biblioteca se disgregue y se la repartan el azar y familiares ingratos. También los lectores son inmortales: permanecen en las páginas que visitaron, con sus nombres inscritos en lugares de los que los desalojarán la polilla, la humedad, el tiempo que no entiende de literatura.

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