El indulto de la prevaricación judicial
La noticia del indulto al ex juez Liaño produce, para decirlo en términos no malsonantes, desasosiego. Desasosiego por lo inaudito de pretender devolver a la Administración de Justicia a quien la quebró una y otra vez y desasosiego por el más que probable conflicto constitucional que se va a generar.En primer lugar, da la impresión de que estamos ante un indulto general, pues 1.443 condenados lo van a recibir. Parece, igualmente, el pago vergonzante a quien sirvió con denuedo al Gobierno en su política no en aras del interés general, sino partidista.
Ello hace que la cobertura dada con carácter universal al indulto resulte tan pintoresca como huérfana de base jurídica. En efecto, ante el recato ministerial en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, se supo del indulto con cuentagotas, y los móviles se descubren en la gubernamental www.la-moncloa.es. A su decir, el Gobierno ha atendido la petición papal "en favor de todos los encarcelados con motivo del Año Santo para una adecuada reinserción de presos en la sociedad". Sin embargo, la pena impuesta al ex juez prevaricador fue de inhabilitación y no de privación de libertad.
Clamoroso de todos modos resulta hacer coincidir el indulto con unos pretendidos fastos, papales o paganos, lo que es más propio de regímenes autoritarios, de sobras conocidos por estos pagos. Pero lo que es más grave: todo ello da pie para considerarlo una medida de gracia de carácter general, medida prohibida expresamente por la Constitución. A la espera de ver el contenido concreto del real decreto referido al ex juez, lo cierto es que una parte de la motivación ya se ha hecho pública y parte de su alcance también: reincorporación a la carrera judicial del convicto, con exclusión de las plazas de la Audiencia Nacional por un periodo de 25 años.
Llaman la atención por su antijuridicidad unas cuestiones que conducen al conflicto institucional. Veamos. En primer término, el ex juez fue condenado por tres delitos de prevaricación a la pena mínima: 15 años de inhabilitación especial y multa. La primera pena comporta dos fases que parecen no haber sido tenidas en cuenta; por un lado, dicha pena significa el apartamiento de la carrera judicial y, por otro, la imposibilidad de presentarse a unas oposiciones a judicatura o a ser nombrado juez por los turnos extraordinarios durante 15 años. La primera fase de la pena la ejecutó ya en octubre del pasado año el Consejo General de Poder Judicial (CGPJ), en cumplimiento de la sentencia firme del Tribunal Supremo, separando de la carrera judicial. Sin embargo, de la información disponible parece que el Gobierno equipara la inhabilitación a la suspensión. Pero éstas son dos penas diversas y están previstas para hechos de también diversa gravedad penal.
En segundo lugar, dado que el indulto sólo puede serlo de penas no cumplidas, la medida gubernamental sólo cabe ejercerla sobre el segundo tramo de la pena de inhabilitación y sobre la parte de multa no abonada, en su caso. En ningún caso es lícito reintegrar -o considerar reintegrado- al ex juez en el escalafón judicial; está expulsado de la carrera y esa parte de la pena está ya agotada. Cuando menos tres órdenes de razones se oponen a ello.
De un lado, la aplicación del indulto corresponde al tribunal que condenó al indultado; aquí, el Tribunal Supremo, que no parece ser tenido por tal. Sucede que éste ya manifestó su parecer al emitir el informe contrario al otorgamiento del indulto basado en su propia jurisprudencia. Así, la sentencia de la Sala de lo Militar de 25-4-1988 no accedió a la aplicación retroactiva de una ley más favorable al ex general Milans del Bosch, uno de los cabecillas del 23-F; se consideró que la pena de expulsión del Ejército estaba ya ejecutada y agotada. Las resoluciones en este sentido, tanto de la Sala de lo Penal como de lo Militar, son constantes y, en consecuencia, no cabe ignorarlas. Ante esta tesitura, ¿cómo debe actuar el Tribunal Supremo? Todo parece dispuesto para un conflicto constitucional, pues no hay que olvidar que los tribunales sólo están sometidos por la Constitución a la Ley y nunca al Gobierno. Y aquélla, además, impide al Gobierno alterar el sistema de penas y estatuto judicial.
De ahí otro posible conflicto de mayor calado acontecería entre el CGPJ y el Ejecutivo. En efecto, éste no sólo se ha inventado una nueva pena, sino que nombra sin habilitación alguna juez a quien no puede serlo, y también se inventa al margen de la Ley un modo de restricción profesional: la imposibilidad de acceder a la Audiencia Nacional durante 25 años. Estamos ante una injerencia sin parangón del Ejecutivo en la esfera de gobierno de los jueces, pues el Consejo no puede aceptar el diktat gubernativo: le es constitucionalmente imposible no ya nombrar a alguien juez por indicación del Gobierno, sino inscribir en la nómina judicial a quien éste diga y con las condiciones que éste imponga. Ello contradice las competencias del Consejo que garantizan la independencia de los jueces y magistrados, la interdicción de los jueces ad hoc y la separación del Poder Jurisdiccional del Ejecutivo.
Pero aún hay más: el artículo 380 de la Ley Orgánica del Poder Judicial parece impedir la rehabilitación de los jueces que, como en este caso, han sido condenados a prevaricación. Sólo pueden ser rehabilitados los jueces condenados penalmente por delito doloso a pena privativa de libertad. Ciertamente, éste no es el caso.
Finalmente, hay que recordar algo más: el condenado fue calificado por el fiscal, que no le acusó, y por el magistrado, que no le condenó, como "iluminado", "vehemente en su cometido", "convencido de estar en posesión de la verdad" o "carente de la necesaria autocrítica". Alguien así considerado no puede volver a ser juez; eso es dar una cerilla y una lata de gasolina a un pirómano. Algo de eso debe intuir el propio Gobierno, siguiendo o preguiando al fiscal, cuando se impide al indultado volver a la Audiencia Nacional. Pero cabe legítimamente preguntarse ¿qué mal han hecho el resto de ciudadanos que dirimen sus disputas ante otros órganos para merecerlo como árbitro?; ¿son acaso de peor derecho que quienes acuden a dicha Audiencia?
Para concluir, un último apunte. Existe, al menos en algunos papeles, un llamativo grupo que predica la inocencia del condenado. En parte se basan en que, al existir un voto particular en la sentencia condenatoria, uno de los tres magistrados creyó también en su inocencia. Nada más lejos de la realidad. Si se lee el voto particular, se observará que el magistrado disidente lo fue en el delito elegido, no en la falta de criminalidad del comportamiento del ex juez. En efecto, el voto particular considera que debió condenarse al ex juez, pero no por prevaricación, sino por desobediencia; como de este delito nadie le acusó, procedía, en virtud del constitucional principio acusatorio, su absolución. Pero, en todo caso, se apreciaba un comportamiento criminal impropio de un juez.
En fin, una pregunta aflora: ¿qué hay detrás del caso que nos ocupa que obligue al Gobierno a arriesgar lo que parece arriesgar en el envite?
Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Barcelona y abogado.
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