Nuestros pródigos hijos del Kremlin
Ígor Ivanov, hoy ministro de Exteriores de Rusia, antes embajador en España y, antes aún, discreto encargado en la Embajada de la URSS de repartir fondos, que al parecer sobraban a la población soviética, para financiar partidos, grupos, grupúsculos, sectas, asociaciones varias y periodistas del desvarío político izquierdista, y no sólo izquierdista, desde un célebre chalet del barrio de El Viso, no se lleva bien con la secretaria de Estado de EE UU, Madeleine Albright. Una lástima. Pero sin duda compensada por el entusiasmo que él y su presidente Vladímir Putin generan en otros políticos y escenarios.Aquí, en España, Ivanov goza de magnífica prensa; se supone que porque cuando habla castellano todo el mundo le entiende. También en Londres, es un hombre de moda. Como su jefe, el presidente. El primer ministro británico, ese socialdemócrata tan celebrado en la común Tercera Vía por José María Aznar, acaba de volver de su visita a Moscú, donde no ha hecho sino acariciarle el lomo al oficial del KGB -perdón, FSB- devenido presidente gracias a cuatro atentados supuestamente chechenos en Moscú, a la guerra y al aparato de propaganda y la fábrica de dinero de Borís Yeltsin.
Allí, en Moscú, Blair -¡qué gran visión, qué tremenda perspicacia!- acaba de decir que el Gobierno de su Majestad la Reina entiende las dificultades que tiene el pobre Putin con el radicalismo islamista de unos chechenos irredentos que ponen en peligro la seguridad de la floreciente democracia rusa; es de suponer que por la forma de morir que tienen bajo los bombardeos que el presidente ruso ordena, aplaude y premia. Algunos nos tememos que se equivoca.
El Kremlin no ha sido educado para tanta broma ni frivolidad. Rusia no se las permite ni en tiempos como estos en que los precios del crudo le proporcionan un alivio. Por eso no ignora la inanidad de la política norteamericana actual ni la introspección, cuando no solipsismo, de la europea. Aprovecha los momentos políticos. La vida allí es dura Se regocija y actúa en consecuencia. Se ha visto en la reunión del Consejo Ministerial de la Organización para la Cooperación y Seguridad en Europa (OSCE), celebrada esta semana en Viena. En dicha reunión, Rusia sólo ha aceptado una declaración que viene a decir que los Balcanes están mejor. Al menos ya no insiste en que Milosevic es el gran benefactor. Pero eso es todo. Cuando se les ha querido recordar que en la Cumbre de Estambul habían prometido retirar sus tropas de Moldavia y Georgia se ha enfadado Ivanov y ha dicho que eso ya se verá más adelante y que no toleran que se les meta prisa. Y del reenvío de observadores de la OSCE a Chechenia nada.
El señor Blair, incluso la Reina de Inglaterra, pero también, y esto es peor, muchos personajes decisivos en las cancillerías europeas y en el Departamento de Estado norteamericano parecen no saber con quienes están tratando. Y este despiste cósmico, la desunión patente y la falta de criterios para establecer una política común transatlántica hacia Rusia forman un perfecto alarde de temeridad. Todo ello pasará factura, porque el poder en Rusia, sin incentivos externos para su reforma, siempre tiende a sus formas clásicas, tan zaristas como bolcheviques. Son de sobra conocidas. Reemergen para mandar en el aparato y la economía, para amordazar a los medios de comunicación, practicar una política de tierra calcinada en Chechenia y volver a imponer su diktat en los países del Cáusaso como Georgia y otros como Moldavia.
Cuando los europeos comiencen a pensar en que existe la historia después de la cumbre de Niza y los norteamericanos hayan contrastado todas las perforaciones habidas o no en las papeletas electorales del condado de Seminola, el Kremlin habrá olvidado sus promesas de desarme y ampliado su política de imposición en el Cáucaso. Sin contestación alguna, sus apetitos no harán sino aumentar. ¿Hacia dónde? Quizá nos lo cuenten algún día la Reina o Tony Blair, que toman el té de las cinco con Putin.
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