Un aperitivo en El Bulli ANTONI PUIGVERD
Hablemos de lo que realmente nos importa, amigos. Hablemos de comida. Actividad a la que dedicamos la más importante tajada de nuestro rendimiento laboral y las tres mejores rutinas del día. Es curioso: últimamente también en el gozoso territorio de la cocina las cosas se están radicalizando. Como en el escenario de la política mundial, los moderados se baten en retirada y avanzan los extremistas. El mundo de los fogones empieza a estar dominado por dos radicalismos antagónicos: la opción basura y la opción artística. Para muchos gastrónomos, en efecto, no hay más opción que el cielo del Bulli o el infierno del fast-food; como si ya no existieran el motel Empordà, el Hispania, el Parellada y tantos notables establecimientos en los que la comida tradicional se ha depurado con magistral elegancia. Los radicales no admiten más alternativa: o el arte por el arte o la hamburguesa de carnes locas, con su queso en depresión láctea y su lonja de tomate genéticamente travestido. A tenor de los comentarios en boga, la opción artística es una especie de bien absoluto culinario, el último sucedáneo de la religión perdida, la única creación auténtica que este tronado país ofrece al mundo. Críticos y aficionados de inagotable billetera se han puesto de acuerdo: el célebre cocinero Ferran Adrià es un místico de las papilas gustativas, el pontífice de los estómagos, el profeta que nos conduce a la última tierra prometida. Lejos del solitario templo del Bulli, al parecer, no existe más que mera cocina. Eclipsada, prescindible y terrenal cocina para ser engullida con hambre y a lo loco.Este cronista no ha tomado más que un aperitivo en el templo del Santo Graal de la gastronomía. Algunos amigos, afortunados visitantes de cala Montjoi, le hablan a uno con los ojos en blanco de las imprevistas, fantasiosas y originales combinaciones gustativas que en El Bulli se ofrecen. Otros, en cambio, pagan la factura con cierta retranca, como aquel teórico de nuestra literatura que, después de nueve platos de degustación, preguntó por lo bajinis "¿Cuándo se come caliente, aquí?". Sabios de la gastronomía como el poeta Narcís Comadira o gourmets de gran saque como el narrador Josep M. Fonalleras han escrito memorables páginas de razonada fascinación que no vamos a discutir desde la ignorancia. Al contrario. El cronista recuerda aquel aperitivo que tomó en El Bulli como se recuerda un ensayo filosófico o la Sinfonía número cinco de Dmitri Shostakóvich. Se presentaba un número dedicado al Ampurdán de la revista Descobrir Catalunya. Era primavera, creo. El mar exhibía su azul más intenso y el sol, una calidez de melocotón. Desde la terraza de El Bulli, la recóndita playa de Montjoi parecía un amable refugio para náufragos antiguos, un rincón de plácidas sugestiones homéricas. El azul del mar, la miel de la arena, el verde de los pinos y el perfil mineral del conjunto combinaban de manera armónica y equilibrada. Una visión de puro clasicismo griego. Y, en cambio, los tentempiés que degustábamos rompían todos los moldes: alteraban el gusto convencional, suscitaban radicales emociones y combinaban de manera no sólo arriesgada e innovadora, sino expresamente antitética, disonante, extremosa, provocativa. Más que placer, lo que comíamos provocaba sorpresa, interrogación, reflexión. El paisaje era sensual, ameno, clásico, mientras que el gusto era intelectual, intencionado, vanguardista. Recuerda el cronista un pequeño huevo caramelizado (¿de codorniz?) que era duro, dulzón, picante, cocido y crujiente por fuera; y meloso, salado, crudo y líquido por dentro. También recuerda unos calamarcitos rellenos de coco: calientes, salados, cocinados y masticables por fuera; pero fríos, dulces, líquidos y bebibles por dentro. No se trataba sólo de una mezcla sorpresiva e impredecible de gustos; era un ajedrez de conceptos. Texturas, temperaturas, productos combinándose en cerebral sinfonía. Es evidente que el genio Adrià se dirige a la mente más que a los estómagos. De la misma manera que la música y el arte contemporáneos no pretenden complacer a los sentidos, sino dialogar con las neuronas. Sin embargo, ante el unánime y rendido aplauso que el genio de cala Montjoi suscita, sería interesante no olvidar que los primeros vanguardistas iniciaron con gran entusiasmo esta apelación a la inteligencia, pero que el siglo del arte contemporáneo termina con un solemne dolor de cabeza. Lo peor de El Bulli está en la moda que ha generalizado. En todas partes te ofrecen sospechosas espumas y mezclas extravaganes a precios astronómicos. Lo peor del arte de vanguardia es que todo el mundo se atreve a imitarlo.
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