Levine y la Filarmónica de Múnich
De la mano de Ibermúsica, en su treinta aniversario, retornan los pesos pesados del sinfonismo europeo. Esta semana, por ejemplo, la Filarmónica de Múnich, con su actual titular, James Levine (Cincinnati, 1943), y la Staatskapell, de Dresde, con Giuseppe Sinópoli (Venecia, 1946). No es de extrañar el aire de acontecimiento que se respira en el Auditorio Nacional.La Filarmónica muniquesa fue la última orquesta de Celibidache desde 1979 hasta su muerte y es bien sabido y queda testimoniado en excelentes registros sonoros, hasta qué nivel de calidad la llevó el inolvidable director rumano. Resulta obvio que James Levine significa algo muy diferente, con todo y ser un maestro justamente ensalzado y, sobre todo en el campo de la ópera, un valor altísimo que se cotiza desde el Metropolitan de Nueva York hasta el Festival de Bayreuth. Pertenece, por otra parte, a una generación lejana de la de Celibidache y todo ello determina criterios, talante, maneras de pensar la música, ideal sonoro, ética artística y tantas cosas más que nos obligan a lo imposible: olvidar al maestro irrepetible para entender el mensaje de un conductor de hoy.
Ciclo Orquestas del Mundo
Münchner PhilarmonikerDirector titular: James Levine. Obras de Brahms, Bartok y Strauss. Auditorio Nacional. Madrid, 24 de noviembre.
La operación resulta más complicada si se trata de escuchar la Tercera sinfonía de Brahms, acaso la más bella y también la más peliaguda que escribiera el gran hamburgués. Con un instrumento de la categoría del muniqués y un dominio con el del chef americano están garantizados, de antemano, una serie de valores, pero la tensión lírica, el discurso sereno, aireado, trascendente de la vieja generación no se hace presente y es normal que así suceda. Con lo que, junto a las ovaciones merecidas, la audiencia se mostró tanto desencantada.
Por la misma naturaleza de los pentagramas, la respuesta de los asiduos tuvo más calor ante la Música para celesta, percusión y cuerda, de Bela Bartok, escrita en 1936 por encargo del excepcional mecenas suizo Paul Sacher, quien dirigió el estreno en Basilea. Obra de fuerte dramatismo a partir de muy hondas raíces tradicionales, constituye una de las más fascinantes invenciones del siglo que termina. El punto culminante de la noche fue una versión esplendorosa de Till Sulenspiegel, de Richard Strauss, desvelado a los muniqueses en 1895 y música consanguínea con los filarmónicos de ayer, hoy y mañana. Aquí no hubo la menor resistencia para el aplauso franco e insistente que provocó, como "propina", la danza húngara que muchos denominan "la inevitable", convertida en espectacular ejercicio virtuosístico del gran conjunto que nos visita.
Babelia
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