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El monstruo descabezado

Antonio Elorza

A veces tienen sentido las disputas sobre las palabras. Pasados 25 años desde la muerte del dictador, una de ellas es la que concierne a la denominación del franquismo, régimen al que Juan Linz adjudicara en 1964 la etiqueta de "autoritario". "Autoritario" es una palabra-maleta en la que caben los especímenes políticos más heterogéneos siempre que se encuentren situados en el amplio espacio que media entre los sistemas totalitarios y la democracia liberal. Lo curioso es que Linz acertó a proporcionar unos elementos de definición que permiten distinguir qué es efectivamente un régimen autoritario, sólo que casi ninguno de ellos es aplicable en sentido estricto al franquismo. El fundamental, la presencia de un pluralismo subyacente, lo que se llamó en la era de Franco las "familias del régimen", puede ser detectado también en los fascismos italiano y alemán. Sólo que en un régimen autoritario, en el Egipto de Nasser o en el México del PRI, ese pluralismo restringido al interior del régimen tiene su propia dinámica y es capaz de garantizar la autorreproducción del sistema. Era lo que se proponía Fraga Iribarne en los años sesenta, llegando a aplicarlo al sector de la prensa frente al modelo fascista anterior.El único inconveniente residía en que Franco no sólo estaba dispuesto a destruir cualquier brote de oposición democrática, sino también a impedir la organización de ese pluralismo implícito de los suyos. Él decidiría hasta la muerte. Fraga fue eliminado y Carrero dispuso las piezas para una continuidad, de sesgo tecnocrático y represivo, avalada por un Rey atado al poste de las instituciones franquistas. Al saltar también esta opción, y literalmente, los hombres más avisados del régimen tuvieron que jugarse la supervivencia en un marco democrático, que contribuyeron a crear con el apoyo decisivo del nuevo rey, y la no menos decisiva presión razonable de los grupos opositores encabezados en esta tarea por el PCE de Santiago Carrillo.

Otros rasgos del autoritarismo enunciados por Linz tampoco encajan bien. ¿Fue el franquismo una mentalidad y no una ideología? Sin duda la mentalidad contrarrevolucionaria, en sus distintas variantes, refrendó 1a voluntad de poder y la acción punitiva del pequeño general, pero éste, aunque muy limitadas en su profundidad y en su atractivo, tenía unas ideas muy claras acerca de lo que pretendía hacer con el país, y se preocupó incluso por plasmarlas en un filme, Raza. Era el de Franco un nacionalismo fundado sobre el corporativismo militar de raíz noventayochista, rabiosamente antiliberal, tanto en la visión política como en la perspectiva histórica, y con un trasfondo integrista. Una ideología de vocación represiva, como tantas otras en el océano de la extrema derecha en el siglo XX. Y de ella se derivaba que, en contra de lo que opina Linz, sus "límites predecibles" no lo fueran tanto. España vivió en un estado de excepción permanente hasta su muerte (y aquí sí es apropiado hablar de fascismo, lo que explica el comportamiento de este residuo en el Ministerio de Interior hasta bien entrada la democracia). Hubo límites: matar cuanto fuera necesario, lo mismo que hizo en su etapa al frente de la Legión. Es la "operación quirúrgica" que juzga imprescindible en noviembre de 1935, según le cuenta al embajador francés Jean Herbette. Los cincuenta mil ejecutados en los años que siguen a la "victoria"; los cinco fusilados al alba del 27 de septiembre de 1975. Las incontables torturas. Ciertamente, un amplio "límite predecible".

En la gama de las dictaduras, la de Franco fue de signo militar, un cesarismo; es decir, el poder absoluto atribuido al vencedor en una guerra civil. Cesarismo es también el régimen de Fidel Castro, cuya legitimidad reside en haber sido jefe, "el Comandante", de la guerrilla victoriosa contra Batista. En ambos casos, el inicio de la insurrección, el 18 de julio para Franco, el 26 para Castro por el asalto premonitorio al cuartel de Moncada, marca el inicio de una lucha por el poder sacralizada a posteriori, la Cruzada o la Revolución. A esa victoria militar le es asignado un valor supremo en política, por encima de toda otra instancia, siendo desde luego incompatible con cualquier atisbo de democracia. La consecuencia lógica es en ambos procesos el establecimiento de una religión política, componente habitual de los totalitarismos, vigente hasta hoy en el caso de Cuba, y frustrada en el español, pese al nacionalcatolicismo, a los palios y al Valle de los Caídos, por el frenazo que el resultado de la II Guerra Mundial impuso a la fascistización en la península y por el propio predominio de un componente militar antipopulista (y dispuesto a mantenerse por encima de Falange y de la Iglesia). Hay aquí también una radical disparidad: el castrismo es un totalitarismo de movilización, con una intensidad máxima derivada de sus orígenes populistas, en tanto que el franquismo desconfió siempre de ese instrumento político, y aquí sí hay que estar de acuerdo con Linz, dada su orientación arcaizante, vuelta hacia la idealización de un orden jerárquico sacralizado, en la línea del pensamiento tradicionalista.

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Cesarismo de base comunista el de Castro, cesarismo de base militar el de Franco. Al PC cubano, al Ejército en España, tocó ser la viga maestra sobre la que descansa el sistema de poder. Pero este poder es ejercido personalmente por el dictador en las decisiones fundamentales. Ni el castrismo es la dictadura del partido, ni el franquismo fue un pretorianismo. Franco se cuidó muy bien de mantener la organización militar dividida (incluso en sus tres cabezas que eran cuatro, los tres ministerios y el jefe de Estado Mayor Central, más las ocho capitanías generales de región) de modo que nadie pudiese emerger como portavoz o alternativa desde la pieza clave de su poder. Y como tal cesarismo, la supervivencia del régimen se encontró ligada indisolublemente a la vida física del dictador. Carrero Blanco lamentó en una ocasión ante Franco que éste fuera mortal. Era una perogrullada con pleno sentido político. Lo cual no significa que debamos aceptar la versión de que Franco y Carrero se habían convertido en palomas dispuestas a propiciar que don Juan Carlos desmantelase el régimen.

Franco refirió más de una vez a su primo y secretario Pacón que todo estaba listo para evitar la deriva hacia una monarquía parlamentaria, antesala para él del comunismo. En el plano de las instituciones, el Consejo del Reino, verdadero Parque Jurásico de la clase política franquista, juguete en manos del general, debía servir de barrera. Incluso si el príncipe felón llegaba a ser rey, tropezaría con los cinco años de duración del mandato de presidente del Gobierno. Con Carrero en el mando, era tiempo más que suficiente para quemar políticamente a un Juan Carlos atenazado; si éste forzaba el cese del viejo marino, el Consejo le devolvería una terna que le haría entrar en razón. El testimonio aportado por los Fernández-Miranda es irrefutable: a pesar de la habilidad de Torcuato y de la muerte a tiempo de Franco, fue sumamente costoso colar al tapado Suárez. Los candidatos "liberales", Fraga y Areilza, habían sido eliminados de entrada. Y no hay rasgo alguno en la trayectoria

ideológica de Carrero que haga creíbles sus protestas, similares a las de Franco, de que él no buscaba el poder. Si contribuyó a la "operación Salmón" que hizo heredero al príncipe, fue porque éste, en apariencia bien amarrado, era el único que garantizaba una continuidad estable al Estado del Movimiento Nacional. Sin Franco, éste quedaba como un monstruo acéfalo, privado de su jefe y fundador, y en consecuencia descabezado, aturdido. Nada mejor que la gestión de Arias Navarro, tanto para reflejar ese rasgo como su oposición al cambio democrático de un Juan Carlos a quien los franquistas temían políticamente y despreciaban. Y de paso no menos descabezada quedó "la columna vertebral del Régimen", el Ejército, incapaz primero de resistir al proceso constituyente y luego de poner en marcha el 23-F una sublevación que no fuera un muestrario de incompetencia técnica.

Además por debajo de la superficie política, el viejo topo seguía haciendo de las suyas. Fidel Castro puso en pie su cesarismo con las mejores intenciones de cara al bienestar de las capas populares cubanas, pero con su ineficaz organización comunista de la economía las llevó a la miseria, arrancando de un nivel de vida muy superior al de la España de 1959. En cambio, Franco montó el suyo sobre un mar de sangre del pueblo, con la finalidad de restaurar el orden propio de un pasado mítico, y acabó presidiendo inconscientemente en sus últimos quince años el sólido arranque de la modernización de nuestro país. La ventaja residió probablemente en su concepción militar de la vida social. En ese particular cuartel llamado España, lo importante era que reinase la disciplina; en intendencia, con que cuadraran de un modo u otro los estadillos resultaba suficiente. Hoy es comúnmente admitido que de este modo pudieron aflorar una economía y una sociedad modernas, empujadas al mismo tiempo por Europa, por los tecnócratas del Opus y por Comisiones Obreras, a la sombra de un espadón arcaico y sanguinario. Como decían antaño los fieles del marxismo, la realidad es dialéctica.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense

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