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Franco

Señor defensor del pueblo:Me llamo Francisco Franco. Dicho así, de sopetón, parece un poco fuerte. Pero no se asuste, señor Múgica, porque mi segundo apellido es Rojo, más tranquilizador para un zurdo tan virguero como usted, que maneja la derecha con destreza ejemplar. Mi abuelo, republicano, me dijo poco antes de expirar: "Los camaleones son fundamentales para la convivencia. Quien no cambia de camisa es un guarro. Isabel la Católica demostró para siempre que el patriotismo es una mofeta embriagadora". A continuación entregó su alma a Dios. El cura dijo en el entierro que el viejo había muerto en olor de santidad, pero a mí me olió a carcajada. De hecho, me dio un ataque de risa en el cementerio, provocando el bochorno y la indignación entre la familia y las instituciones. Mi abuelo era general.

Señor Múgica, no le escribo para interceder por mi abuelo, sino por mí mismo, cuya existencia se ha convertido en una pesadilla. Todo el mundo tiene su cruz, don Enrique, pero a mí, sin comerlo ni beberlo, me ha tocado la del Valle de los Caídos. Nací el 20 de noviembre de 1975. Ese día la naturaleza estaba borracha, es cierto. Pero mi padre, comunista, se pasó la jornada saboreando merluzas en compañía de una turca; cogió un piano, se subió a un tablón y cantó por todo Madrid a ritmo de chachachá que ese día había nacido Francisco Franco. Me puso ese nombre para mofarse del destino, importándole un rábano la que a mí me caía encima.

Señor Múgica, ampáreme usted y cámbieme de nombre. Francisco Franco siempre fue un duro, cinco pesetas rubias, que ahora ya no se aprecian ni en las tiendas de todo a 100. También fue un sello, pero los sellos son cobardes y se dejan pegar por cualquiera. Actualmente, Francisco Franco es una estatua ecuestre de la plaza de San Juan de la Cruz. Señor defensor del pueblo, no quiero ser estatua. No quiero acabar convertido en retrete de las palomas. Se lo digo francamente.

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