Las cosas que han cambiado en Serbia
Belgrado ha sido durante más de diez años la gran capital de la mentira y el odio. Kostunica parece apostar por el cambio
BelgradoHacía un día espléndido. El avión de Swissair procedente de Zurich había dejado a la derecha el grandioso espectáculo de los Alpes, ya con sus nieves frescas y aun ajenos a la inminente tragedia del funicular de Kaprun. Había sobrevolado los montes bajos de Eslovenia y el extremo meridional de la plataforma panónica con sus bosques radiantes en colores otoñales y sus campos de cultivo, ondulados, con sus juegos de colores marcados por tiralíneas, a la espera del largo sueño del invierno. Estaba aterrizando en Belgrado, la capital de un país en el que este viajero no había podido poner pie desde hace más de cinco años. Lo habían declarado enemigo del pueblo serbio. No lo era del pueblo, pero daba igual. Había atacado al jefe de la tribu y a aquéllos que lo apoyaban, que en su día fueron muchos, una mayoría sin duda. Belgrado ha sido durante más de diez años la gran capital de la mentira y el odio. Finalmente, las cosas han cambiado. Tarde para muchos, pero a tiempo para que la suma de individuos que han sobrevivido y componen este pueblo tengan oportunidad de labrarse un futuro digno.
La intoxicación ha sido durante todo este largo tiempo un arma tan necesaria para la gran aventura criminal de Slobodan Milosevic, como las balas que mataron a los pacientes del hospital de Vukovar, las bombas caídas sobre Sarajevo, los cuchillos que degollaban a civiles en el valle del Drina o los subfusiles Skorpion que lanzaban a las fosas comunes a los albaneses de Kosovo. El gran caudillo de la nación ha organizado matanzas de todos los pueblos vecinos pero también, desde un principio, sin mayor escrúpulo, ha matado a hijos del suyo. En guerras, en crímenes mafiosos, en la dinamitación del sistema de salud, en el desmoronamiento de la calidad y esperanza de vida.
Pero el origen de todo el horror acaecido está en la palabra. Slobo la ha dominado muy bien desde 1987 en Serbia. Y para que su palabra mandara había que acabar con las otras. Por eso muchos periodistas han sido asesinados, intimidados, perseguidos, comprados o vetados. Todo parece ya parte del pasado. Todo, menos, por supuesto, las responsabilidades por estos crímenes contra otros y contra los suyos. El veto a la palabra ha caído. Las cosas han cambiado en Serbia.
"Dobro dosli" ("Bienvenido") reza un gran cartel en la rampa que lleva a la sala de recogida de equipajes. Ya estaba allí cuando muy pocos periodistas eran, no ya no bienvenidos, sino expulsados de inmediato en los aviones en que había llegado. La policía fronteriza inspecciona brevemente el pasaporte español con un visado de la Embajada yugoslava de Madrid, otorgado días antes en un insólito alarde de diligencia de los mismos que durante años han sido fieles y celosos funcionarios del inmenso aparato de la mentira en la calle Doctor Arce de Madrid. Recuerdan a aquella imborrable imagen del jefe de la Securitate de Ceaucescu en Madrid, Muraru, anunciando solemnemente a la televisión española en la calle Alfonso XIII en vísperas de Navidad en 1989, que había liberado la Embajada de las órdenes de la dictadura. El dictador rumano había caído dos días antes. Son los criptorresistentes.
Demócratas profundamente clandestinos cuando serlo supone una desventaja. Genios de la ocultación que surgen cuando conviene. Como el inolvidable Peszek, aquel jefe de la STB, policía política del régimen comunista checoslovaco, saludando en el flamante palacio Czernin de Praga al periodista al que hasta días antes negaba visados en Viena por sus actividades de "anticomunista" y "agente contrarrevolucionario". Peszek se declaró aquel día entusiasmado por la "victoria de las libertades" al toparse con el "vil agente de la CIA" en la primera conferencia de prensa después de la revolución de terciopelo del primer ministro de Asuntos Exteriores de la nueva democracia checoslovaca, Jiri Dienstbier.
El ministro había pasado 20 años como carbonero en una central térmica en represalia de los jefes de Peszek por su papel como periodista reformista en la Primavera de Praga en 1968. Nada más caer el régimen, Peszek se convenció de que a su nuevo ministro se le había tratado injustamente. Y de que era un buen hombre.
Aeropuerto de Belgrado. Otoño del 2.000. El policía teclea rápidamente algo en su ordenador, mira durante un largo minuto o dos la pantalla, y deja pasar al visitante. Los oficiales de aduanas lo miran, sonríen y le dejan pasar. No les molesta su ordenador. Ni le piden sus documentos. Dobro Dosli. Algo, mucho, ha cambiado ya en Serbia. Aunque los policías, los jefes militares, los funcionarios sean los mismos. "La hidra que era el régimen de Milosevic", dice días más tarde el presidente Kostunica al recién llegado, "está descabezada, pero sigue teniendo muchos tentáculos". Cierto, sin duda, pero los tentáculos ya no luchan por la cabeza. Tan sólo por sí mismos, cada uno por su lado.
Es un día radiante y emocionante para el recién llegado. La última vez que había estado en Belgrado le había rodeado en todo momento una amenazante hostilidad. Las banderas, los policías, las cuatro eses del escudo nacional, las miradas y la gente, todo es de repente distinto a como lo recordaba. Una percepción perfectamente subjetiva, pero muy emotiva.
Como aquella llegada a Rumania, también tras años de veto por parte del régimen comunista, cuando periodistas improvisados de los nuevos medios que habían recuperado la palabra tras caer Ceaucescu buscaban entusiasmados a colegas extranjeros que hubieran sido indesirabili, indeseables, bajo el régimen de Ceaucescu.
Pero como prueba de que el pasado aun no lo es del todo y sigue ahí, perdedor, culpable, desmemoriado ya, el recién llegado se encuentra a Vladislav Jovanovic al que el nuevo Gobierno ha llamado a consultas. Llega desde Nueva York donde fue embajador ante la ONU de la disminuida Yugoslavia convertida en un Estado paria por su jefe y benefactor. Después era algo menos que eso. Jovanovic fue en su día ministro de Asuntos Exteriores de la Yugoslavia de Milosevic.
La obscenidad que ha desplegado siempre en la defensa del régimen y sus peores atrocidades es proverbial. No había mentira que le produjera el mínimo rubor. Pero además, el interlocutor de Jovanovic allí en Belgrado a principios de noviembre, conoce a testigos que oyeron ya en 1993 o 1994 como éste decía: "Cuando acabemos con los turcos de Alía vamos a solucionar de una vez por todas lo de Kósovo". Los "turcos de Alía" eran los musulmanes bosnios. La solución para Kosovo de la que hablaban iba en el mismo sentido que la solución final que la cumbre nazi junto al lago Wannsee en Berlín organizó para los judíos europeos. Desde luego lo intentaron. Y Jovanovic fue el encargado de llorar desde la CNN en Nueva York contra la "agresión asesina de la OTAN", cuando la comunidad internacional decidió, por fin, con siete años de trágico retraso, parar los pies al asesino más completo que ha dirigido un país europeo desde la muerte de Stalin.
Abordado junto a sus maletas, Jovanovic se muestra poco dispuesto a hablar del pasado. Dice que es mejor entrevistar a "la gente nueva". Lo dice como quien habla de la alternancia de tories y laboristas en la Cámara de los Comunes en Westminster. Nosotros los lacayos de Milosevic o esos demócratas. Todo muy natural. Se le nota que su máximo esfuerzo desde que se subió al avión en Nueva York es creerse eso de "la vida sigue igual". Coge la tarjeta de visita, no da la suya y dice que, si puede, llamará al hotel para hablar con el periodista. Por supuesto, jamás llegaría a llamar. Pero es de los que nunca tendrán problemas con su conciencia. La reflexión, la introspección, le son ajenas. Es Joseph Goebbels tras la derrota de 1945 pero sin la mínima intención de suicidarse. Se buscará la vida.
No como la hija de Ratko Mladic, el gran asesino de Srebrenica y tantos otros lugares en los Balcanes. Ella, María, la niña de sus ojos, del papá general, se la quitó. Era estudiante en Belgrado y dicen que no pudo soportar la repugnancia que le producía saber lo que su padre había hecho. Mladic es, con Milosevic, uno de los primeros de la lista de criminales de guerra perseguidos por el Tribunal de La Haya. En la lista pública. Porque en la secreta hay muchos que no lo saben y que corren serios riesgos de ser detenidos en cuanto aparezcan por un aeropuerto internacional que no sea el de Belgrado. Pero hay miles que creen poder estar en la misma y que viven por ello presos de sí mismos y de su memoria. Hasta que mueran o se entreguen.
Es sin duda un triste sino el de ser un criminal proscrito en todo el mundo, para Milosevic, Mladic y tantos otros. Pero no son éstos los personajes más trágicos. Mladic por ejemplo está ya en edad de jubilación y su hija se murió de asco a él. Sus ganas de vivir no son ya las mismas que cuando le decía a Misha Glenny, periodista entonces de la BBC en los Balcanes que se alegraba de que finalmente hubiera aceptado desayunar con el aguardiente casero que él hacía. "Si llega usted a rechazarme el rakia, me habría visto obligado a pegarle cuatro tiros".
Simpático el hombre. Muy jovial el general en aquellos años en que bombardeaba Dalmacia desde sus posiciones en Knin.
El lugarteniente de Mladic, el general Krstic, tampoco pasa por mejores momentos. Ya ha reconocido ante el Tribunal de La Haya gran parte de sus crímenes, entre ellos su responsabilidad en la muerte de más de 7.000 hombres, ancianos, adultos y adolescentes que capturaron las tropas serbias cuando entraron en Srebrenica ante la absoluta pasividad de las tropas de la ONU, en este caso holandesas, que estaban allí para defender a la población civil en aquella zona declarada protegida por la ONU. Poco protegida resultó. Todavía hoy se están desenterrando los huesos de todos aquellos seres inermes, indefensos a los que Mladic dijo ante las cámaras aquello de "no os preocupéis chicos, que no os pasará nada". En La Haya se acumulan las pruebas inculpatorias contra ellos.
El nuevo presidente, Vojislav Kostunica, es un jurista garantista y poco amigo de empezar todos los cambios con amenazas de aplicar la justicia contra esa infracultura del crimen que Milosevic implantó en el aparato del Estado y ciertos sectores sociales. Considera que tiene hoy otras prioridades ante los ingentes problemas que se agolpan. Pero se nota que no tiene intención de proteger a un asesino por el mero hecho de que sea serbio. Y según pasa el tiempo, cada entrevista que da revela mayor disposición a colaborar con el Tribunal Penal de La Haya.
En realidad este tribunal, tantas veces criticado en Serbia, también por Kostunica, es una buena carta para las nuevas autoridades y la propia sociedad serbia. Gracias al mismo pueden eludir conflictos y tensiones hipotéticas durante un juicio en propio suelo, demostrar su voluntad de integración en la comunidad internacional y evitar tener en prisiones propias a personajes perfectamente indeseables ante los proyectos de reforma.
"Que se lo lleven a La Haya. Mientras esté aquí no estaré tranquila", dice María en un bonito restaurante no lejos de la gran catedral ortodoxa que por supuesto sigue sin concluirse. En cinco años no han avanzado mucho en esta obra que intenta desde hace décadas devolver algo de autoestima a la iglesia ortodoxa serbia en Belgrado. María fue una de esas personas privilegiadas que, cuando se produjeron los bombardeos, pudo ponerse a salvo con su hija en el extranjero. Ella sabe que muchos de sus amigos y conocidos, que pasaron más de dos meses bajo la amenaza de las bombas, no se lo perdonarán nunca. Pero a una madre le importa poco que la llamen traidora cuando puede evitar un riesgo a su niña.
El profundo resentimiento de los belgradenses hacia la OTAN está omnipresente y es más que lógico. Ni los enemigos más acérrimos de Milosevic pueden justificar que caigan bombas sobre los escenarios de su infancia y la de sus hijos. Pero ni este sentimiento tan comprensible, ni la propaganda de Milosevic y de sus acólitos occidentales, pueden ocultar que los hechos son tozudos y que los edificios bombardeados en Belgrado, son muy pocos y todos objetivos claros si se excluye la Embajada china. Los serbios ya saben que sus autoridades ocultaron a los trabajadores de la televisión el inminente bombardeo del edificio para inmolar sus vidas a la causa del sátrapa. Los sentimientos genuinos contra la intervención se mantendrán largo tiempo. "Las heridas son muy recientes" dice Kostunica. Pero sanarán si no se producen otras nuevas. La sociedad serbia tiene ante sí esa dolorosa labor de mirar a su interior, despojarse del victimismo que todo lo justifica y buscar las causas profundas, más allá del cuadro psicopatológico de su caudillo, que la llevaron a romper de forma tan violenta con los pueblos del entorno y finalmente con el mundo. No será fácil pero se intuye que la participación activa en la caída del régimen de Milosevic ayudará a los serbios a liberarse de la visión paranoica de la historia y del mundo que se había convertido en su única realidad.
Momir no está en la recepción del Hotel Moscva. Murió hace unos años. No ha podido ver esto. Quizás no le hubiera gustado. Porque era un ferviente admirador de Milosevic y de su cruzada contra los malditos albaneses. Era afable y cariñoso como pocos. Pero fumigar con veneno pueblos albaneses le habría parecido una mera acción de higiene. Era el paradigma del nacionalismo con uniforme de recepcionista. Como madres en tantos sitios desean la muerte de los hijos de otras madres, él no veía mínimamente razonable considerar que todos los seres humanos tienen el mismo valor. Justificaba crímenes. Y sin embargo nadie que lo conociera habría sido capaz de decir que era malo. Sí lo son por el contrario los efectos que tuvieron en Serbia los mensajes de otros que, más sofisticados se supone, pasaron por Belgrado y desde su narcisismo tímido y recóndito negaron las matanzas de Srebrenica, véase el escritor austriaco Peter Handke que, como Celine con los nazis, prestó su talento a causas miserables. Nadie espere una autocrítica. Tampoco son deseables. Pero quizás sí lo fuera algún mínimo gesto que sugiera pudor.
Momir es una gran ausencia en el Moscva. Pero están todos los demás. El histórico hotel en el que Trotsky escribió sus reportajes sobre las guerras balcánicas, con sus maravillosas suites sobre la avenida Terrasije, pide a gritos una reforma. Es uno de esos hoteles europeos en los que se siente la lejana presencia de hombres y mujeres que marcaron este siglo para bien y para mal. En el café hay como antaño muchas caras que evocan pasados, cercanos o no. Hay una tertulia de mujeres con caras graves, hombres solitarios, viejos dignos que parecen todos compañeros de Ivo Andric, aquel escritor, Premio Nóbel, que recitó los sentimientos balcánicos como nadie, y adolescentes comentándose sus más recientes emociones.
Ha sido muy dura la década. El país, Serbia, y su otrora bulliciosa capital, Belgrado, están cansados. Ha sido mucho lo sufrido y aguantado, muy fuerte y muy duro, durante demasiado tiempo. Se nota en las caras. Pero hay, por primera vez en muchos años, lo percibe quien estuvo largo tiempo ausente, esperanza. Los serbios se han sentido humillados y pocos pueblos digieren esto peor que ellos. Pero hay indicios para pensar que la nueva autoestima de los serbios, será una forma de apreciarse que no pase por el desprecio o el miedo al prójimo. Salvo los mafiosos y asesinos que se habían hecho con el país cabalgando sobre la retórica patriótica, todos parecen intuir que hay una gran oportunidad para acabar con la pesadilla histórica del odio y el agravio.
Ivan Vejvoda está convencido de que es así y de que se está en el buen camino, lleno de obstáculos pero correcto en su dirección. Como director de la Fundación Sörös en Belgrado no lo ha pasado nada bien como "enemigo del pueblo" o "traidor" al servicio de pérfidos intereses occidentales. Al igual que su interlocutor español, le han caído encima todo tipo de calificativos por sus actividades supuestamente "antiserbias". Pero a diferencia del periodista, él estaba allí y arriesgaba la vida. En Belgrado han sido constantes en los últimos años las desapariciones y los asesinatos, formas supremas del matonismo generalizado. Vejvoda siempre podía haber sido el siguiente. También Velimir Curgus Kazimir, cuyo rostro, marcado como pocos por el referido cansancio nacional, se alegra de ver al recién llegado.
Aquel día había llamado desde Madrid una serbia entusiasmada por el hecho de que el periodista español estuviera en Belgrado. Como dijeron algunos amigos al recien llegado "si tú estás aquí es que realmente las cosas han cambiado mucho". Vejvoda y Kazimir creen en esta transición. Cuando comenzaron los bombardeos las paredes de la sede en la calle Zmaj Jovina aparecieron llenas de cruces gamadas y las llamadas con amenazas de muerte no cesaban. A ellos no les ha pasado lo que a Slavko Curuvija que fue abatido a tiros ante su casa días después de que la mujer de Milosevic publicara un artículo atacándole. Existen pruebas que demuestran que fue un íntimo colaborador de Milosevic, el jefe de la seguridad del Estado, Rade Markovic, quien ordenó su muerte. Markovic no quiso dimitir.
Kostunica no le da importancia. "Supone un peligro en el cargo: no. Puede crear problemas su cese: quizás", explica el nuevo presidente su postura. Otros no son tan condescendientes. Quieren una depuración rápida de ese aparato tan corrupto y violento que tanto daño ha hecho al país. En todas las transiciones hay distintas sensibilidades, prioridades encontradas aunque los objetivos sean comunes. Habrá sin duda problemas entre ellas. Y muchísimas trampas y obstáculos.
Pero el retorno a Belgrado, después de estos cinco años, viendo desde la fortaleza de Kalamegdan la confluencia del Danubio con el río Sava y de la planicie panónica con los montes que surcan la región, lugar simbólico y espectacular de la unión de Europa con los Balcanes, uno no puede sino agradecer poder haber visto cómo en esta región tan maltratada, perdían esta vez los peores. El retorno a Belgrado le ha convencido al viajante de que el retorno de Serbia a la casa común europea ha comenzado. Y le confirmaba la íntima convicción de que la resignación es el fracaso y de que puede y tiene que triunfar la resistencia contra el odio, la tribu y los peores instintos del ser humano.
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