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Piratas

Hay un taxista en Madrid al que los jueces han retirado de la circulación durante seis meses. Medio año en el que tendrá que estacionar su vehículo y buscarse la vida en otro sector de la producción ajeno al del taxi o vivir de las rentas. Esto último resultaría casi insólito entre los taxistas porque no es fácil hacer fortuna ejerciendo esa profesión en Madrid. Con mas de quince mil licencias en vigor y muchos vehículos que multiplican su actividad al ser utilizados por más de un conductor, la oferta supera ampliamente la demanda en la capital. En Madrid se circula mal, el tráfico no presenta visos de levantar cabeza y cada día resulta más incomodo y caro el moverse en taxi. En cambio los transportes públicos han mejorado ostensiblemente, en particular, el metro, cuya red ha sido ampliada de forma espectacular en los últimos años. Cada vez son más extensos los tramos horarios en los que es imprescindible tomar el suburbano si se quiere llegar a tiempo a los destinos céntricos o populosos de la ciudad. Circunstancias, en definitiva, que restan usuarios al taxi obligando a los profesionales del sector a echarle doce y catorce horas diarias al volante para llevar a casa un sueldo digno.La búsqueda paciente y tenaz de clientela no fue sin embargo la fórmula escogida por el taxista al que ha condenado el Tribunal Superior de Justicia de Madrid. El optó, según la sentencia, por el asalto al viajero. El individuo en cuestión instaló en su coche un dispositivo mediante el cual manipulaba el taxímetro con el objeto de cobrar a los clientes más dinero del que establecen las tarifas. Para ello disponía de un botón oculto bajo la alfombrilla y junto al pedal del embrague que accionaba a su antojo imprimiendo mayor velocidad al contador. El fraude, a buen seguro, no era practicado con todos sus viajeros o al menos no a todos con la misma intensidad. Es de suponer que la velocidad del taxímetro sería directamente proporcional a la cara de pardillo que tuviera el usuario de turno.

Si subía un señor con pinta de enterado y cara de mala leche, el botón acelerador apenas era tocado para evitar problemas, mientras que si el cliente era una persona mayor o alguien de aspecto despistado, lo pisaba a fondo. Ni que decir tiene que con semejante metodología sus víctimas propiciatorias eran los extranjeros. La gente que viene de fuera nada sabe de tarifas y en muchos casos tampoco maneja bien nuestra moneda o el idioma. El lugar ideal para cazarlos es la terminal internacional de Barajas. Allí donde se concentra el mayor número de taxistas piratas por metro cuadrado de todo Madrid y donde pillaron, precisamente, al listo del que les hablamos con los cables en la masa. Un agente municipal se subió al vehículo en una inspección rutinaria observando unas extrañas conexiones entre el taxímetro y el embrague. El tipo dijo que eran los cables de un aparato de radioaficionado, pero no resultó demasiado creíble porque, sencillamente, no existía tal aparato. La posterior revisión de los técnicos oficiales confirmaría que su afición no era la radio sino el trabuco. El Ayuntamiento lo calificó de falta grave y como tal fue condenado por los magistrados a esos seis meses de aparcamiento forzado que el abogado del taxista ha considerado como un castigo excesivo. No hay exceso alguno. La acción de los piratas de taxi, tan extendida en Madrid, causa daños realmente inasumibles para nuestra ciudad. Se los causa en primer termino al propio sector cuyos profesionales honrados, los que se pelan el culo en el asiento del coche, ven arrastrado su prestigio por unos indeseables.

Y se los causa sobre todo a la imagen de la capital cuyos visitantes sufren las emociones que proporcionaban antaño los asaltantes de caminos en Sierra Morena. Creo haberles contado alguna vez el caso de un equipo de periodistas colombianos que hace un par de años vino a Madrid para recoger el Premio Rey Juan Carlos de Periodismo. Alegres y confiados, llegaron a Barajas donde tomaron un taxi con destino a la Gran Vía. El mismo trayecto por el que los nativos pagamos dos o tres mil pesetas a lo sumo a ellos les costó once mil. Ese día entendí porque algunos taxistas que van al aeropuerto rechazaban al viajero nacional y buscaban tan afanosamente un guiri al que pegarle el palo. Ese día sentí vergüenza ante aquellos colegas colombianos. Imaginen lo que contaran de los taxistas de Madrid.

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