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¿Política de contenedor?

Hay una figura retórica que se explica tempranamente a los estudiantes de Bachillerato y que tiene mucha más miga de la que parece: la metonimia. Ya saben, metonimia es aquello de la parte por la parte: decimos "me tomaré otro vaso" cuando lo que queremos decir es "me tomaré otra cerveza", decimos "te sentará bien un permiso" para significar "te sentará bien un descanso", y cosas por el estilo. Los profesores de Gramática -¡pobres héroes!- se esfuerzan por hacer accesibles estos abstrusos conceptos a sus estudiantes advirtiéndoles que en el primer caso tenemos la mención del continente por el contenido y en el segundo la de la causa por el efecto. Mientras tanto, los alumnos van a su bola y, con suerte, sólo bostezan ostentosamente. Sin embargo, lo de la metonimia no es ninguna tontería, tiene que ver con cosas que suceden todos los días y, si hubiesen escuchado a sus profesores, a lo mejor no estarían tan desvalidos ante el mundo que les espera. Los publicistas, comerciales o políticos, lo saben bien y no dudan en vendernos humo disfrazado de metonimia, por ejemplo, felicidad vestida de automóviles de lujo que no necesitamos y que tan apenas podremos pagar u optimismo a cuenta de indicadores macroeconómicos que ni entendemos ni tienen que ver con nosotros. Al fin y al cabo, ya Freud se dio cuenta de que la metonimia, que él llamó desplazamiento, es, junto con la metáfora, el procedimiento habitual con el que ocultamos las realidades desagradables en el sueño. Por algo será.Sirva esta reflexión de preámbulo a una metonimia que circula profusamente en el mundo mediático valenciano por estos días. Y es que la inauguración del Museu de les Ciències en Valencia ha puesto sobre el tapete las luces y las sombras de nuestra política cultural. En un momento de euforia ante la belleza y monumentalidad de la obra de Santiago Calatrava, no seré yo quien le reste méritos. En efecto, es un conjunto de edificios magnífico. Pero un edificio es sólo un contenedor. Y uno se teme que, tal vez, nos limitemos a tomar el continente por el contenido y que todo el esfuerzo cultural de las instituciones valencianas vaya a quedarse en eso, en política de contenedor, en vender la piel del oso, no sólo antes de cazarlo sino, sobre todo, sin propósito alguno de hacerlo.

Me gustaría equivocarme, pero ya tenemos suficientes referencias de lo que ha sido la política cultural relativa a las artes, de modo que no hay por qué hacerse ilusiones con lo que nos deparará la de las ciencias. Veamos. Para el imaginario universal de la cultura el Bolshoi no es un teatro de Moscú, aunque también lo sea: es sobre todo una memorable compañía de ballet. Tampoco la Scala de Milán es un edificio especialmente impresionante, sino un proyecto que ha llevado y sigue llevando al género operístico a cotas difícilmente igualables. En fin, cuando uno se pasea por el Strand londinense no entiende cómo es posible que haya tantos teatros -decenas, cientos, tal vez miles- ni que en el centro de Buenos Aires abunden más las librerías que los bares ni que el MOMA neoyorquino se haya hecho en gran parte con productos autóctonos. Y nos da mucha envidia y nos sentimos pequeños, pueblerinos, insignificantes.

Se me dirá que las urbes de la Comunidad Valenciana no son como estas. Evidentemente. Pero alguna vez fueron tanto o más que ellas y ahora sólo nos queda el recuerdo. Porque las artes valencianas de la actualidad no es que brillen por su ausencia. Es mucho peor: brillan porque nada más nacer mueren de consunción. Dos botones de muestra. Hace un año se estrenaba una ópera de cámara, El emperador de la Atlántida, obra absolutamente incardinada en la problemática del mundo que nos está tocando vivir y que fue un gran éxito. Un éxito parco, claro está: se ha representado cuatro veces en Valencia y una en Alicante. Nadie parece haberse preocupado de mantenerla más tiempo en cartel ni de llevarla fuera, a otras ciudades de España y no digamos del extranjero. Hace un par de semanas se estrenaba un maravilloso espectáculo de danza, LunaŠlunera, en el que se hizo un tremendo esfuerzo para una sola representación. Se podrían citar cientos de casos semejantes relativos a la situación general que padecen el teatro, la danza, la pintura, la escultura, la música, la literatura y, en general, las artes que se practican entre nosotros. Algunas preguntas obvias: ¿para qué queremos una pomposa Ciudad de las Artes si los artistas viven en chabolas fuera de las vallas electrificadas que protegen el recinto?; ¿cómo se explica que a los ciudadanos valencianos les resulte casi imposible encontrar una entrada para los conciertos del Palau cuando la orquesta de cámara se costea -¡cómo no!- precisamente con sus impuestos?; ¿para qué queremos un Midmax en el Hemisfèric cuando la producción audiovisual valenciana goza del dudoso privilegio de la clandestinidad? Desgraciadamente así son las cosas y así nos va desde hace mucho, demasiado tiempo.

Ahora se ha inaugurado gloriosa, pomposa, brillantemente el Museu de la Ciències. ¡Ojalá esta vez sea diferente y el contenedor sirva para algo! En los discursos oficiales de inauguración se ha hablado de su rentabilidad social y económica. Es un propósito loable, pero no hay que olvidar que, de momento, las artes promovidas por las instituciones ni son rentables socialmente, porque resultan inaccesibles a muchos, ni se autofinancian generando ingresos fuera de nuestras fronteras a pesar de que podrían hacerlo perfectamente. El director del Museo, persona de trayectoria impecable, se propone -dice- que la ciencia nos resulte a los valencianos fácil y divertida. A los científicos que se manifestaban en la puerta protestando del recorte de inversiones en I+D no creo que hacer ciencia les parezca fácil -al fin y al cabo no hace tanto que llevaban meses sin cobrar- y sospecho que preferirían considerarla antes una actividad "apasionante" que "divertida". Ha llegado el momento de elegir entre proyectar la cultura valenciana hacia afuera de modo que volvamos a ser una referencia inexcusable en el mundo u optar, simplemente, porque los turistas tengan una atracción más que visitar. Nuestros responsables políticos y culturales tienen la palabra.

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