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Tribuna
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Preguntas

No puedo resistirme a adelantarme unos días a lo que va a ser el aluvión de papeles que inundarán las páginas de los periódicos la víspera y el día que el próximo 20 de noviembre se conmemore el cuarto de siglo transcurrido desde que muriera el general Franco, vencedor de una guerra civil entre españoles, y, gracias a su victoria militar, férreo dictador e instaurador de un régimen que diseñó -además de para un eficaz combate de la revolución proletaria-, para la proscripción del parlamentarismo, la laicidad del Estado, las libertades públicas de corte occidental, el sufragio universal, la libertad de prensa, la partitocracia, el derecho a la autonomía y autodeterminación de los pueblos de España, el sindicalismo de clase, la libertad de pensamiento, etc., etc., Veinticinco años después de aquella fecha, el Estado español es laico, el parlamentarismo está asentado en el ámbito estatal, en diecisiete Comunidades Autónomas, en miles de Ayuntamientos, en las Diputaciones, la Constitución recoge derechos fundamentales propios de una sociedad democrática avanzada, hemos acudido a las urnas casi cada año para elegir representantes en parlamentos y corporaciones municipales, se ha consolidado un sistema de partidos, se han instaurado y rodado regímenes autonómicos en nacionalidades históricas y en regiones, empresarios y trabajadores defienden sus posiciones en un entramado asociativo eficaz, la oferta privada en medios de comunicación de todo tipo garantiza aceptablemente el pluralismo ideológico de nuestra sociedad y, genéricamente, puede decirse que las libertades de pensamiento y expresión se respetan y amparan (y se defienden con ardor frente al terrorismo). Esta normalidad de que hoy disfrutamos puede inducir a pensar a las nuevas generaciones que siempre fue así y que realmente no hubo discontinuidad entre las cuatro décadas de dictadura y nuestra reciente democracia. La despolitización creciente de la sociedad española, la apuesta por la macro-economía como referente y justificación de la mayor parte de las acciones políticas colaboran de un modo sorprendente a sedar la conciencia civil de una sociedad que corre el riesgo de acabar creyendo que el único problema grave que enfrentamos es el terrorismo. Por el contrario, en determinados ambientes políticos se tiende a exigir tanto a la realidad que da la sensación de que no ha ocurrido nada en este tiempo, que todo está envuelto en un celofán de apariencias que esconde la dominación de siempre. Recuerdo, en ese sentido, cuando, ante ciertas voces mesiánicas, en unas jornadas sobre el nacionalismo en el fin de siglo, en 1995, para reforzar argumentos en pro de lo mucho que habíamos avanzado le pregunté al líder nacionalista catalán Heribert Barrera si llegó a soñar en la postguerra que algún día, en Montjuïc, a pocos centenares de metros de donde fue fusilado el President Companys, ondearía la senyera catalana mientras sonaba Els Segadors en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. -¡No!-, dijo rotundamente. Y ya no hice más preguntas. Veinticinco años después de la muerte del dictador, quiero hacer otra pregunta; esta a mi querido amigo Paco Burguera: ¿De verdad crees, Paco, que lo lejos que hemos ido en el asunto de nuestra lengua en todos estos años propicia que permanezcas anclado en el sarcasmo, tú que deberías ver con alegría, que estemos ya a punto de pasar página en los lastres que arrastra el conflicto?Vicent.Franch@uv.es

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