Mensaje de Valente y Nausica
Arregló como mejor supo la balsa y la aparejó con un mástil del que colgar la vela -en realidad, una sábana que su novia le había traído a última hora- intentando así recoger un poco de viento y avanzar con más rapidez. Algunos panes metidos en una talega, una botella con vino y varias cantimploras de agua eran todo el avío para la larga y azarosa travesía. Zarpó con las estrellas altas, teniendo al Carro, al Boyero y las Pléyades sobre su cabeza pero sabiendo que sería Orión -el que nunca se hunde en el océano- su principal instrumento para orientarse.Después de un tiempo interminable en el que remó, izó, arrió, volvió a izar la vela, continuó remando, cambió de rumbo y cayó muchas veces en la desesperanza, entrevió a lo lejos la silueta de un promontorio, quizás la tierra, quizás una masa de nubes, quizás únicamente un sueño, e intentó que la débil embarcación pusiera hacia allí la proa; pero en ese instante, un fuerte viento desatado de improviso, se lo impidió; llegaron las olas y se fueron haciendo cada vez mayores, más infranqueables, y la barquilla zigzagueó a su albedrío alzándose o hundiéndose entre ellas hasta que una rompió en todo lo alto y la partió.
El tripulante quedó sumergido bajo las aguas durante eternos minutos pugnando por ponerse de nuevo a flote, por sacar siquiera la cabeza. Cuando por fin logró salir, vomitó el agua amarga que había tragado y, trabajosamente, se agarró a los restos de la barquilla deshecha, un amasijo ingobernable de tablas, cuerdas y telas. Por eso decidió soltarse arriesgándose a nadar resueltamente, a pesar de la certeza de extenuación, y alcanzar aquella costa que vislumbraba o creía vislumbrar.
Apenas lo hizo vino otra tromba y volvió a hundirse, a bracear desesperado, a tragarse de nuevo el mar por la nariz y la boca... Y nunca conoció cómo se había agarrado al madero en el último instante ni de qué manera logró montarse a horcajadas en él: arribó inconsciente, sin noción de cuándo dejó de soplar el viento, ni del tiempo transcurrido hasta llegar a la orilla, ni del que había pasado inconsciente sobre la arena.
El relato no es el de un inmigrante de ayer sino el argumento del Canto V de la Odisea con el arribo de Ulises a Feacia, que un José Angel Valente moribundo envió, por medio de un amigo, a los tranquilos actos de un curso de verano en Vejer tratando de poner, hasta el final, las cosas en su sitio.
Sabiendo que gastaba la última calderilla de su vida, aparejó el gallego de Almería su postrer barco poético, lo botó casi tres mil años después de Homero y, con Geografía trascendental, fijó en Andalucía aquellas tierras con huertas y jardines llenos de plantas hermosas y de frutos útiles que servirían después tantas veces para inspirar a pintores y poetas arcadias felices y paraísos originales. Y hasta puede que a Rousseau el territorio en el que se crió su buen salvaje.
A esa Feacia andaluza llega el inmigrante de Homero y de Valente, exhausto, inconsciente y convertido en presa disputada por el comercio de Hermes, el ganado de Circe, las aguas de Poseidón, la furia de Polifemo, los cantos de las Sirenas que el navegante quiere y no quiere oír... Por las fuerzas que desde el principio del mundo hasta hoy han estado dispuestas a apresar y a desgarrar al desvalido para hacerlo suyo por medio del provecho y del rechazo.
Allí vivía Nausica, hija del rey Alcinoo, y José Ángel Valente la tomó como mensajera para transmitir su último pensamiento sobre aquellos que el mar deposita día a día en nuestras costas y que, luego, enredamos en las reglas de una lógica perversa, sometida siempre a las normas dictadas por esa moral que ensalza el resultado de un referéndum porque no se opone a acoger a quienes producen beneficio y que confiere a la ley utilitaria del unos se quedan, otros no, más alto rango que a la arbitrariedad de reyezuelos y señores de la guerra cuya tiranía empuja a sus súbditos más resueltos hacia nuestros países y deja allí, doblemente humillados y ofendidos, a aquellos con menor decisión.
A ese posibilismo generalizado y bienpensante opuso Valente la voz de Nausica enunciando un axioma trascendente y atemporal -como ya casi era él mismo- cuando reprende a sus compañeras, reticentes a recoger y cuidar del náufrago:
"...No puede haber hombre que llegue con ánimo hostil al país de los feacios porque somos muy queridos de los dioses y habitamos lejos, en el agitado extremo, somos los más apartados... Éste ha llegado aquí como un desdichado después de andar errante y ahora es preciso atenderlo".
Hay gente, como Homero, Spinoza o José Ángel Valente, para la que el Bien Supremo de la convivencia está en una Armonía que no proviene del trabajo ni del ocio, ni del comercio o del consumo, y menos, de la paz preparada por la guerra, que sólo se alcanza si logramos alzarnos sobre la fuerza o las componendas de los dioses menores, cuando nos atenemos a un credo más alto.
Los que buscan asilo y los pobres son de Zeus, rezaron ayer y hoy, pero al unísono, la princesa y el poeta, y después de ésta, su última palabra, Valente expiró. Yo, como su amigo Ramón de Torres en aquel curso de verano, no he podido resistirme a ser evangelista de este antiguo y nuevo testamento.
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