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El que más puede, no puede

Andrés Ortega

Crisis, ¿qué crisis? Ante todo, la sensación que provoca la impaciencia. ¿No es comprensible, cualquiera que sea el vencedor, que si ha de ganar por un puñado de votos en el Estado clave de Florida, se pidan recuentos? Lo que en parte ocurre es que no podemos esperar, como antes esperaban semanas los ciudadanos para conocer el nombre, ni siquiera la cara, del nuevo presidente de EE UU. La democracia es también, en nuestros días, inmediatez mediática. Es también la impaciencia de los mercados, prueba de que Gore y Bush no son valores equivalentes y, sobre todo, quieren saber a qué atenerse.En todas las elecciones en democracias asentadas suele haber irregularidades, aunque éstas suelen ser neutras en sus efectos. En Florida, con lo que está en juego, hay que mirarlas con lupa. No estamos ante un espectáculo bochornoso, sino ante una lección de respeto de las reglas del juego en una democracia. Lo que no sería conveniente es que la judicialización de los recuentos acabe paralizando la elección. Pero la Constitución llena, de diversos modos, estos posibles vacíos. Ahora bien, lo que ha quedado claro es que el sistema de compromisarios, diseñado en la bicentenaria Constitución para satisfacer a los Estados y ofrecer garantías a los propietarios frente a lo que se vino a llamar el "despotismo de las urnas", está obsoleto.

La verdadera revolución, y crisis, vendría si un día la participación en estas elecciones alcanzara niveles relativamente normales. Pues ha votado poco más de la mitad de los censados, en un país en el que muchos de los ciudadanos no se cansan en apuntarse al censo, y cuando el grado de participación social, en general, tiende a reducirse. Por ello, lo ocurrido puede servir de cara al futuro para mejorar la democracia estadounidense. Como ha señalado Clinton, ya nadie podrá decir que su voto no cuenta.

El aspecto más negativo es que, termine como termine, lo ocurrido habría minado un poco más la institución presidencial. Si Bush sale elegido presidente, lo hará con menos votos populares que su oponente Gore y, por tanto, con un déficit de legitimidad similar al actual en Cataluña, donde Pujol sacó menos votos pero más diputados que Maragall. Claro que los juegos de las mayorías parlamentarias son diferentes en uno y otro caso y, sobre todo, Cataluña no es Estados Unidos. Aunque en ambos casos de trate de elecciones locales, en el segundo las consecuencias son globales. Aunque gane Gore, pese a los avances de los demócratas, el Congreso y en particular la Cámara de Representantes seguirá controlada por los republicanos, con lo que el presidente tendría que llevar las riendas del Ejecutivo con un brazo atado a la espalda, o con una especie de Gobierno de coalición de hecho.

La erosión del poder presidencial ha sido constante. La inestabilidad del cargo en la segunda mitad de siglo, patente: presidentes que no son reelegidos o no se presentan a una segunda reelección (Truman, Johnson); que pierden (Carter, Ford, Bush padre); que tienen que dimitir (Nixon) o que, como Clinton, padecen un acoso durante su mandato, por no hablar de Kennedy, asesinado. El único que se salva en esta lista es Reagan.

Al final habrá un 43º presidente, y un presidente se forja por lo que hace, y para ello, como señala Richard Neustadt en su clásico Presidential Power, "un presidente necesita acontecimientos tras sí". Quizás lo que no necesitaba es acontecimientos previos. Cabe preguntarse si este sistema político está adaptado a la era de la globalización, que cambia el sentido de la división de poderes, cuando hay menos poder político. En esta fase unipolar, estamos viendo, por ejemplo en Oriente Próximo, que incluso el que se supone que más puede, no puede. Y con todo esto, podrá menos.

aortega@elpais.es

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