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Leah Rabin, reencarnación del espíritu de Oslo

Leah fue la encarnación del espíritu de Rabin. En la vida de esta mujer de rasgos duros y a menudo inexpresivos, bautizada por algunos como el "rostro de piedra", hubo siempre un antes y un después de los Acuerdos de Oslo de 1993, cuando asistió con su marido, el primer ministro Isaac Rabin, a la firma en la Casa Blanca del acuerdo de paz con el presidente palestino, Yasir Arafat.Leah Rabin contaba entonces 65 años y había protagonizado hasta aquel momento el papel gris habitual de una dama de la aristocracia askenazi israelí - nació en la ciudad alemana de Koenigsberg- y que había optado por abandonar su carrera de maestra para dedicarse por completo a su marido, Isaac. Ambos se habían conocido en Tel Aviv, cuando apenas eran adolescentes, pero el compromiso entre ambos era ya tan fuerte que Leah le acompañó en su primera aventura: las filas del ejército clandestino israelí, Palmach, al que siguieron numerosos destinos militares y civiles, incluida la Embajada de Israel en Estados Unidos y el primer ministerio en 1974, del que Isaac fue obligado a salir al descubrirse que ella había abierto una cuenta en dólares en Washington violando las leyes israelíes.

La fidelidad de Leah hacia su marido le llevó luego a acompañar a Rabin en aquel largo exilio político que siguió al descubrimiento del escándalo y que les proporcionó, sin embargo, algunos momentos de paz e intimidad, junto con sus dos hijos, Dalia y Yuval, y sus tres nietos. Ella empezó a soñar con volver a escribir, como lo había hecho esporádicamente en otros tiempos, cuando trabajó como periodista en un diario clandestino durante la guerra de la independencia, en 1948.

Ninguno de los dos se dejó engañar; sabían de antemano que aquello era un simple paréntesis en sus vidas, del que despertaron en 1991 cuando Rabin ganó las elecciones y volvió triunfante al poder.

Leah acompañó a su marido en 1993 cuando fue a la Casa Blanca, a firmar los Acuerdos de Oslo con Yasir Arafat. Fue el momento culminante de su carrera como primera dama; sirvió de contrapunto al gesto osco de Rabin, que antes de saludar al líder palestino se lo pensó durante unos momentos. Ella, sin embargo, se encargó de abrazar calurosamente al viejo terrorista, creando así una relación de amistad que ha perdurado durante muchos años y al que Arafat le correspondió llamándola "hermana".

Leah no se separó de Rabin en 1995, cuando el primer ministro israelí fue asesinado por un extremista en una plaza de Tel Aviv. Al contrario, siguió más unida que nunca a él y se convirtió en la albacea de su testamento político y de sus proyectos de paz. La viuda logró en esta misión el reconocimiento y el respeto de la comunidad internacional, hasta el punto que eclipsó siempre a todas las esposas de los presidentes y primeros ministros de Israel, por lo que se planteó la posibilidad hace pocos años de convertirla en embajadora en las Naciones Unidas.

El único enemigo de Leah fue su propio carácter, arrogante, osco y agrio, lo que le impidió reconciliarse con el líder del Likud, Benjamín Netanyahu, al que acusó siempre de haber azuzado los odios que acabaron con la vida de su marido y a quien intentó no darle la mano en el momento de su sepelio. Leah dedicó a Netanyahu las líneas más duras y ácidas de su biografía: Rabin, nuestra vida, nuestro legado, que escribió en 1997.

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