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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

EL DEFENSOR DEL LECTOR Conviene que se sepa.

El Libro de estilo de EL PAÍS tiene establecido que las dificultades que puedan encontrar los redactores en su tarea no interesan a los lectores, salvo que sean "noticia en sí; es decir, cuando añadan información".La salvedad ha cobrado tanta fuerza, a causa de la presión terrorista sobre este periódico, que los lectores tienen derecho a conocer cómo afecta esta realidad a la información que reciben.

No se trata de un ejercicio vanidoso de victimismo -hay colectivos, como la Guardia Civil, la policía, los jueces, los políticos del PP y del PSOE ferozmente agredidos-, sino de ofrecer algunos rasgos de la situación a partir de un hecho especialmente grave: el intento de asesinato, por parte de ETA, de una redactora del periódico, Aurora Intxausti, junto a su esposo, Juan Palomo, periodista de Antena 3, y el hijo de ambos de año y medio.

Conviene que los lectores sepan algo de esta escalada -es la primera vez que ETA intenta asesinar a una periodista dedicada al ejercicio de la información diaria- y, sobre todo, de sus repercusiones en el ejercicio profesional, con antecedentes que vienen de lejos y en el ámbito estrictamente periodístico.

Las gravísimas acusaciones genéricas del llamado nacionalismo democrático contra la prensa, que en ocasiones han llegado a la mención personal de algún redactor de este periódico, por parte de Xabier Arzalluz, conforman el marco general de tensión y hostilidad hacia los medios no nacionalistas.

Esa actitud enrarece notablemente el trabajo de cualquier periodista del País Vasco que trabaje en un medio de confesión no nacionalista.

De manera mucho más específica, HB y su sucesora, EH, tienen vetada la presencia de cualquier redactor de EL PAÍS en ruedas de prensa que ofrecen en sus locales. Lo mismo ocurre con otros periódicos de ámbito nacional y de la propia comunidad autónoma.

Huelga explicar con pormenores que entrarían en la prohibición del Libro de estilo, cómo una buena parte del trabajo de las redacciones en Bilbao, San Sebastían y Vitoria se lleva a cabo en un clima de presión agotadora para quienes lo soportan.

Siempre en el ámbito del trabajo profesional, la intimidación ha dado un paso muy grave a través de la revista Ardi Beltza (Oveja Negra), dirigida por Pepe Rei, en la que ha ido señalando a periodistas -ya lo había hecho con anterioridad por otros medios- como supuestos cómplices de supuestas agresiones a la causa vasca.

La revista, de tirada muy escasa y que puede calificarse técnicamente como marginal, se distribuye por suscripción.

Dos ejemplares de los números 8 y 9 fueron encontrados por la policía, el martes pasado, en uno de los pisos descubiertos al comando etarra en Madrid.

En la madrugada del viernes, el registro de tres pisos en Bilbao, con la detención de cinco supuestos terroristas de ETA, permitió encontrar una docena de ejemplares de Ardi Beltza.

La fidelidad a la publicación por parte de estos sujetos no pasaría de sorprendente si no se relacionase con la tragedia que desata su actividad.

La mayor ventaja del mundo terrorista, y aún más de su entorno, es que se beneficia de las escrupulosas garantías que ofrece cualquier Estado de derecho, y el nuestro de forma muy acusada.

El convencimiento generalizado es que las acusaciones que la revista vierte sobre determinados periodistas suponen un riesgo cierto para cualquiera de los estigmatizados.

Tan cierto como que el comentarista político de El Mundo, José Luis López de Lacalle, fue asesinado y que el intento de matar a Intxausti y a su esposo se produjo tras ponerse a la venta un vídeo, editado por la misma revista de Pepe Rei, en el que puede verse, entre otras, la imagen de la redactora.

Lo terrible es que las acusaciones se formulan, sin duda, bajo el amparo de la libertad de expresión. La posibilidad de que cualquiera de los señalados obtuviese una satisfacción en los tribunales por injurias o calumnias, no sólo es problemática, sino, sobre todo, perfectamente inútil ante lo que se supone, con serio fundamento, que constituye el fondo de la trama.

Las listas negras de periodistas elaboradas por este sujeto, y éste es otro dato que deben conocer los lectores, han afectado a la vida privada de todos ellos, forzados, por un elemental sentido de supervivencia, a adoptar medidas de protección que trastocan sus costumbres, hábitos, relaciones y, en definitiva, el ejercicio de su libertad.

En esa situación se encuentran todos los redactores de este periódico en el País Vasco, en Navarra y un número significativo en la Redacción de Madrid.

Al margen de sentimientos de solidaridad o de preocupación que no es necesario explicitar por obvios, el Defensor se ha planteado en qué medida pueda afectar esta situación al periódico y, por tanto, a los lectores. Ésa es la única justificación que tiene esta columna.

Afirmar que todos se sienten inmunes ante las amenazas y que la Redacción está compuesta por un conjunto de héroes ajenos al riesgo sería un ejercicio de petulancia pueril.

Pero el carácter colectivo de una Redacción garantiza a los lectores que el periódico está dispuesto a informar sin contaminación por el chantaje.

No es sólo una declaración de principios. El propio director, Jesús Ceberio, lo comunicó así a la Redacción el pasado viernes, durante una asamblea tras el atentado fallido de San Sebastián. La salvaguardia de los derechos del lector -dice el Libro de estilo- "constituye la razón última del trabajo profesional".

Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector por carta o correo electrónico (defensor@elpais.es), o telefonearle al número 91 337 78 36.

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