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Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA
Tribuna
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Así era entonces

La segunda mitad del 75 fue un periodo soliviantado en nuestras vidas porque en realidad los acontecimientos de noviembre se anunciaron ya hacia finales de agosto, en una suerte de anticipación tan prolongada como en las tragedias que venía a presagiar en cada uno de sus contados sobresaltos la certidumbre de una mutación irreversible.Aquel verano lo pasamos en una casa de campo de Altea invitados por Josep Vicent Marqués y Celia Amorós, con los que hacía yo de sparring intelectual y con quienes contribuía modestamente a mecanografiar una traducción de Jürgen Habermas que Celia, represaliada en sus clases de la Universidad de entonces -todavía recuerdan los alumnos su gesto aplazado al disponerse a encender un cigarrillo que bailaba ya en sus labios y que se veía siempre interrumpido por las oscilaciones de una fina exposición filosófica que ella acompañaba de amplios ademanes-, estaba preparando para la editorial Grijalbo, Jacobo Muñoz y Manuel Sacristán mediante. Durante las mañanas, de nueve a dos, a la sombra de un porche que protegía la entrada de la casa, Jose traducía una página de la edición inglesa que manejábamos y Celia corregía asuntos de terminología de filósofo que me dictaba a la olivetti provista de original y cuatro copias, de manera que las hojas de calco iban que volaban en una sesiones, la verdad, bastante rápidas para tener como escenario Altea y el sol de agosto, y a veces tan ventosas que costaba cierto trabajo colocar los cinco folios y sus plagiadores calcos en un carro de mecanografía que a menudo se hacía el estrecho, no se si por una temprana prevención teórica hacia las requisitorias de la Escuela de Frankfurt.

En esas estábamos, sería hacia finales de aquel agosto, entre divertidos y abrumados, cuando apareció por allí Joaquín Leguina, recién rescatado de la embajada de México en Chile a cuenta de su identificación como asesor internacional de las grandes avenidas de la libertad impulsadas con cierta ingenuidad por Salvador Allende, que hubo de salir del país andino con lo puesto. Venía con Ani, su compañera en Madrid y en Chile y hermana de Celia, y entre andanada de desahogo y observación crítica sobre el triste papel que adjudicaba al Movimiento de Izquierda Revolucionaria chileno, dijo -él, que venía de Madrid y era objeto del por entonces casto acoso de Felipe González- que la gripe del general Franco, mencionada en recónditos apartes de las páginas pares de la prensa escrita y aludida de pasada en las emisoras de radio, era en realidad el inicio de una tromboflebitis de muy mal pronóstico. Tuve la impresión incierta de que un consuelo de postrimerías devolvía a su terreno lo que nació en las inmediaciones de la imaginación, así que lo que quedaba del verano lo dedicamos a bañarnos en Cap Negret por las tardes, mientras las noches se llenaban de relatos sobre los terribles sucesos de Chile -Leguina se habría asomado repetidamente a las ventanas del tercer piso de la embajada de acogida lanzando maleficios sobre las tropas de Pinochet que ocupaban las calles adyacentes, ante la severa llamada al orden diplomático del embajador, Ani conservaría la grabación en casette del asalto a La Moneda para reconstruir en su memoria las eventuales diferencias entre las percusiones de los resistentes y las detonaciones del bombardeo aéreo de los sublevados-, recuerdos que añadían originales sarcasmos improvisados al poder de la devastación que los generaba.

El otoño fue de pánico en relación con los sucesos -incluido el último septiembre negro del franquismo- que tanto habrían de conmovernos en la transición hacia el invierno. Yo estaba montando una versión de Edipo Rey para la sala El Micalet, y a medida que avanzaba en los ensayos un amigo estudiante de medicina nos iba traduciendo el significado exacto de los boletines difundidos por el equipo médico habitual, de manera que sabíamos del eclipse inminente de la lucezota de El Pardo mientras acabábamos de rematar al pobre Sófocles. No sé si el estreno coincidió con el óbito, pero por ahí andaría, aunque sí recuerdo el agobio del colega Pepe Marín, entonces de pase pernocta en su mili de Capitanía, vistiéndose a toda prisa el traje de romano y entonando maldiciones para presentarse aquella mañana ante sus superiores y encontrar totalmente borrachos a unos mandos intermedios que lo mandaron de inmediato a casa. Muchos años después, ante las teclas del ordenador, uno recuerda esas cosas y otras que se calla de una madrugada de mucho énfasis a la que siguió un día tan estupefacto que se diría inexistente desde lejos. Y con el paso de los años rumia si el fatigado entusiasmo de aquel instante atónito anunciaba sucesos todavía más estimulantes o si en la estrategia de un azar lógico figuraba ya el presagio de una voluntad de asentimiento que ignoraría -al correr del tiempo- el alcance exacto de la magnitud de las tragedias.

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