La otra mirada
Valía la pena hojear la prensa española de estos días que acabamos de vivir, tan intensos a causa de los crímenes etarras, para escrutar lo que dicen aquellos articulistas que uno considera creíbles. Confieso que cada vez me interesa menos la noticia fresca, ya que el frenesí cotidiano impide leer poco más que los titulares. En cambio, los artículos de opinión son mi debilidad, porque ocupan poco espacio y en ellos busco la otra mirada, esa imagen invertida del lenguaje oficial.Sin olvidar que escribir bien es un arte, todo buen opinador heterodoxo suele alcanzar la belleza neutralizando el discurso insidioso que trata de uniformizar al ciudadano con vistas a controlarlo mejor. Aclararé que, en lo tocante a ETA, me da igual si ese discurso proviene del cenáculo aznárido (Haro Tecglen dixit) o del entorno terrorista, ya que ambos, por distintas razones, representan lo que yo nunca quisiera ser.
Desde su columna Los placeres y los días en El Mundo comentaba el siempre incisivo Francisco Umbral que "una democracia no está madura hasta que se vuelve cínica", pues "lo desolador de este memorial del fuego, después de los muertos, es que ni un bando ni el otro tienen más que un destino común: ninguna parte". Yo reemplazaría el "ninguna parte" por un destino más real: "el ascenso en la escala social", lo cual me hace recordar -puesto que unas ideas llevan a otras- que hace dos años leí en la cartelera Turia que el padre de Eduardo Zaplana se dedicaba en la posguerra al acoso de izquierdistas, como si la derrota no hubiera sido suficiente desgracia.
No he sabido que el poderoso retoño haya importunado a la Turia, lo cual me hace suponer que la noticia era cierta. "¡Caramba, cómo progresan los cachorros", me dije entonces, "no hay nada como sustituir pistolón y camisa azul por cuchara de plata y título de molt honorable president!". Y, burla burlando, se me vino a la memoria otra anécdota que protagonizó el novelista canadiense Mordecai Ritchler (en su infancia un judío pobre) en una recepción de la muy prestigiosa familia Bronfman (la del whisky Seagram's, también judía, pero de la billetera de enfrente): cuando la dueña del castillo se admiró de que hubiera ascendido desde las calles miserables de Montreal a la gloria literaria, Ritchler le respondió cortante que no menos admirable era la ascensión de los Bronfman desde el medio mafioso del tráfico de alcohol al de la jet set.
Es verdad que las vergüenzas no se heredan y, de la misma manera que rechazo por absurdo el pecado de Adán, creo que Zaplana no es responsable de lo que hiciera o dejara de hacer su progenitor, ni tampoco lo es Aznar de su familia franquista, pero una cosa es cierta: no todos partimos de la línea de salida en condiciones de igualdad, y si no que se lo pregunten a los descendientes de aquellos rojos que sufrieron persecución.
Tal como lo veo, si los gudaris salvapatrias terminan por conseguir el objetivo que buscan con cada asesinato, sus hijos darán un día lecciones de democracia en el concierto de la Europa comunitaria e incluso alguno será Defensor del Pueblo vasco y pontificará sobre la paz, pues si el presente ya ha lavado aquí las inmundicias del ayer, el futuro lavará allá las del presente. La otra mirada hace que uno presagie el porvenir.
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