Rancios contra trasnochados SERGI PÀMIES
La relación entre cierto nacionalismo catalán y su equivalente español se basa en el mutuo desprecio. Desprestigiar al adversario e insultarlo es la mejor manera de desmarcarse, proporciona satisfacción y, por lo visto, miles de votos. Es habitual que, para defender sus tesis, muchos nacionalistas catalanes se refieran a los nacionalistas españoles como "casposos" y "rancios", desenterrando el viejo tópico de la pandereta y la castañuela. Poco importa que, como ya avisó Duran Lleida en su discurso programático, exista una España emergente que ya no responde a este cliché. Ni que, como no dijo Duran, también exista una Cataluña emergente que pasa olímpicamente de todas estas coplas. El placer que da sentirse superior a otro es demasiado tentador para renunciar a él. En el lado contrario ocurre, por desgracia, algo muy parecido. Los que, a falta de argumentos, se limitan a recurrir a su fácil latiguillo del catalán pesetero y aprovechado no dejan de calificar el nacionalismo catalán de "trasnochado", sin tener en cuenta ni su implantación en el país, ni su compleja composición cultural-ideológica, ni su aportación al conjunto del progreso de la Península.A esta forma de relación ni siquiera se la puede denominar diálogo de sordos porque, gracias a un idioma propio, los sordos acaban entendiéndose, mientras que algunos nacionalistas españoles y catalanes se esfuerzan en preservar una enemistad cuyos motivos casi nadie recuerda. Mantener esta dialéctica de enfrentamiento tiene sus riesgos. Quizá pueda servir para arañar unos votos, pero no hay duda de que, además de reincidir en ese odio nacional-regional tan desagradable para los que tienen que sufrir luego sus consecuencias, no aporta absolutamente nada ni al presente ni al futuro. Si, como han venido demostrando los últimos resultados electorales en toda Europa, se tiende a una profesionalización de la política que reduce la aureola puramente ideológica para dar paso a una prevalencia de la gestión, ¿tiene sentido mantener esas rencillas para reafirmar la propia identidad? ¿Es compatible la aplicación de una mutua soberanía responsable en un marco de libertades y respeto identitario que permita a los políticos concentrarse en el cada vez más importante día a día? Al fin y al cabo, uno puede sentirse la mar de cómodo tocando la pandereta española con una barretina catalana en la cabeza y, al mismo tiempo, contribuir, con decisiones concretas e ideas realistas, al progreso general, ya sea trabajando, pudiendo comprar un piso a un precio razonable o llevando a sus hijos a una escuela pública de la que no tenga que avergonzarse. El reto está, pues, ya no en limar las asperezas, sino en, por lo menos, modernizarlas y actualizarlas. No soy tan ingenuo para imaginar un Estado en el que el nacionalismo español y el catalán pudieran tener vidas paralelas felices y comprendo que a veces, y como en ciertos momentos del matrimonio, la felicidad de uno se basa en el cabreo del otro. Pero cuando asistimos a este incesante intercambio de caspas y roñas, de descalificaciones en serie y dialéctica barata, de yo me meto contigo en una tertulia de la COPE y tú me respondes en otra de Catalunya Ràdio, algunos sentimos la tentación de pensar que el nacionalismo trasnochado y rancio de los unos y de los otros es más lastre que privilegio, más obstáculo que ventaja, más lata que espectáculo, y que nos enemista con valores que, en principio, deberían existir para hacernos sentir mejor y, en la medida de lo posible, más felices. Porque si ser de un determinado sitio no te reporta más que problemas y te obliga a participar en un estúpido y permanente debate entre victimistas y arrogantes, entre incomprendidos y sobrados, entre dos caras de un mismo e infructuoso sectarismo, ¿para qué demonios nos sirve? Suponiendo, claro está, que ser de un determinado lugar tenga que servir para algo.
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