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Tribuna:
Tribuna
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Asalariados

Cualquier seguidor atento de los medios (prensa, radio, televisión) habrá observado que la palabra que encabeza estas líneas, asalariados, prácticamente ha desaparecido, apenas se usa ya. En el actual discurso político, cada vez más dependiente (del) y subordinado (al) mediático, ha pasado lo mismo. "La clase obrera", "la clase trabajadora"... cualquiera que pudiera ser el contenido descriptivo de estas frases, desaparecieron tiempo atrás y ahora le ha tocado el turno al grupo humano constituido por aquellos que viven de un salario. Esas personas podrán aparecer en el discurso público como consumidores o votantes, pero no como vendedores de una misma mercancía: la capacidad de trabajo. ¿Por qué esta ausencia? ¿Cuál es el origen del escamoteo?En las escuelas de periodismo se enseña a distinguir de entre "los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa", es decir, de entre lo que pasa en la calle, aquello que es noticia de lo que no lo es. Y un acontecimiento, para alcanzar la categoría vivificante de noticia, ha de representar un conflicto, preferentemente dramático (con caras más o menos identificables) o bien ser una rareza. Trabajar no es ninguna cosa rara y, aunque siga siendo bíblicamente duro e íntimamente conflictivo, esa conflictividad, en los últimos tiempos, se ha reducido socialmente a la mínima expresión. En efecto, la principal expresión de los conflictos laborales era antaño la huelga, pero ésta se ha convertido y pervertido de tal suerte que hoy prácticamente las únicas huelgas que existen, o llegan a la categoría de noticia, son aquellas capaces de paralizar o entorpecer un servicio público. El resto es silencio.

En verdad, la batalla anti-sindical ha sido dura, eficaz y, sobre todo, rápida. La capacidad organizativa y movilizadora de los asalariados residía en las grandes concentraciones humanas en industrias y en grandes servicios públicos, pero en apenas dos décadas las plantas industriales han visto reducido su tamaño drásticamente. Ello ha venido de la mano de la tecnología, mas no ha sido una decisión tecnológica sino política. Nadie podrá demostrar que es, per se, más eficiente el troceamiento y la separación física de las plantas productivas que la proximidad.

Por otro lado, la privatización de las grandes empresas públicas se ha justificado en la UE como exigencia para la creación de un mercado único, que, según los ideólogos, sería inviable bajo la subsistencia de empresas dependientes de gobiernos "subvencionadores". No es cierto, pero sí lo es que en muchas de esas empresas el poder sindical era tal que dificultaba la toma de decisiones empresariales. Se privatizaron esas empresas para desalojar a los sindicatos y, de paso, "adelgazar" plantillas, que era el objetivo principal, y no por una mejor competencia, que, al menos en España, está por llegar. Y quien no se lo crea que coja el teléfono móvil, lo use y luego pague la cuenta.

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Por otro lado, las continuas fusiones y la consiguiente concentración del poder económico se intentan justificar, contra toda lógica, asegurando que se realizan "para competir mejor". Este falaz argumento, llevado a sus últimas consecuencias, concluye en que la mejor forma de competir es el monopolio.

La expresión jurídica de todas estas políticas, sedicentemente liberalizadoras, no ha sido otra que la progresiva destrucción del Derecho del Trabajo, y esa "flexibilización laboral", tal es el eufemismo que se utiliza, se ha hecho, además, bajo la justificación puramente ideológica de beneficiar el empleo; pero ¿qué empleo?, el temporal e inseguro. Hace algún tiempo, un conocido empresario se atrevió a decir en público que en España era más difícil despedir a un trabajador que divorciarse. Lo que entonces era una manifiesta exageración hoy sería una burla despiadada.

Pero los asalariados, aunque no aparezcan ni en los medios ni en los discursos políticos, existen, al menos en las estadísticas. Así, la Encuesta de Población Activa (EPA) informa que en 1999 había en España 10.836.600 personas (media anual) que decían ser asalariados (el 78,4% de los ocupados). Una buena parte de ellos con empleos temporales. Por otra parte, las estadísticas tributarias y las de salarios muestran una distribución de los asalariados, según sus ingresos, muy poco "normal", pues es una distribución con dos modas, lo que encierra un hecho: en nuestro país existen dos grandes grupos de asalariados, una dualidad social: por un lado, aquellos que tienen un trabajo más o menos estable, y otro grupo, creciente, cuyos niveles salariales son muy bajos y su estabilidad en el empleo efímera. La falta de homogeneidad económica y social de los asalariados es especialmente llamativa si se considera como tales a los llamados "ejecutivos", cuyos sueldos y gabelas se colocan muy por encima de los que reciben en la UE. Una particularidad más para seguir manteniendo que "España es diferente". El paro, que sigue siendo mucho más alto en España que en la UE, y la destrucción del Derecho laboral explicarían esta segregación, que no se atempera sino que aumenta. En efecto, los "contratos indefinidos", que prometió el PP, han llegado a ser no lo que se decía, sino lo que literalmente significaba (indefinido: que no tiene término señalado o conocido), es decir, el adjetivo, "indefinido", que antaño se aplicaba a los militares que carecían de plaza efectiva.

Al trato social que reciben los asalariados a través de la mano invisible y sabia del mercado se une aquel que les suministra el Estado, a través de una relación nada gozosa con la Hacienda Pública. Veamos. Según la Contabilidad Nacional de 1998, del total de la renta disponible bruta, es decir, de la renta antes de impuestos, el 47,8% provenía de sueldos y salarios que, junto al 18,9% de prestaciones sociales, arrojan un porcentaje del 66,7% sobre la renta total. Sin embargo, las rentas declaradas en el IRPF muestran una distribución bien diferente. En este impuesto, verdadero pilar sobre el que está construido el sistema fiscal español, las rentas declaradas y obtenidas mediante el trabajo, es decir, casi únicamente lo declarado por los inexistentes asalariados, representa el 83,5% de todo lo que se declaró como renta en el citado año 1998. Un porcentaje que, además, ha crecido en más de un punto respecto al año anterior.

¿De dónde vienen tamañas diferencias? A pesar de que, en los últimos años, conseguir estadísticas fiscales se ha convertido en labor propia de detectives, la respuesta es relativamente fácil, aunque el Gobierno popular, tocado por la transparencia, haya suprimido prácticamente todas las publicaciones preexistentes en materia tributaria, entre ellas la memoria anual que antaño publicaba la Agencia. Pese a tan sistemática ocultación, se sabe, por ejemplo, que en 1998 la renta media del trabajo, declarada básicamente por los asalariados -que incluyen las pensiones (23%) y los subsidios de paro (3%)-, fue de 2.175.407 pesetas anuales, mientras que la media de las rentas personales provenientes de actividades empresariales fue de 1.125.361 pesetas. Dicho en otras palabras: los empresarios españoles, según los datos de Hacienda, ganaron al mes por todos los conceptos, de media, 93.780 pesetas (media ponderada entre quienes declararon directamente 119.122 pesetas al mes y a quienes se les estimó la renta mediante módulos y coeficientes). Y dentro de ellos, los agrarios y ganaderos, con una soltura de cuerpo grandiosa, de los cuales el Estado acepta que han ganado, en media, 43.467 pesetas mensuales. Ésta es la realidad escandalosa, inmoral, insostenible de la que nadie quiere hablar. Y no acaba ahí el escarnio, pues estas infravaloradas rentas empresariales son tomadas en serio por el Estado a la hora de aplicar, por ejemplo, los baremos para otorgar becas. Los hijos de los fiscalmente cornudos se ven, así, también apaleados.

¿Tenemos una clase empresarial indigente? ¿Cuál es el milagro mediante el que sobreviven los agricultores y ganaderos españoles con sus poco más de cuarenta mil pesetas mensuales? Los sarcasmos que suscitan estos datos pueden ser numerables e infinitos, pero de poco han de servir ante los oídos bien cerrados de quien no quiere oír. El hecho es que estamos ante un fraude fiscal generalizado y consentido. Más que un impuesto, contemplamos una impostura que ninguna conspiración de silencio debiera poder ocultar por más tiempo.

Dualización, segregación laboral y mal trato fiscal componen hoy el paisaje social de los asalariados, cuya baja conflictividad, asumida o impuesta, les hace invisibles, es decir, inexistentes para los medios. Pero que un grupo social no sea conflictivo no significa que esté tratado con justicia y con razón. Tal es el caso de estos diez millones de silenciados. Quizá sea un pensamiento ingenuo, pero la política, en lugar de engolfarse en la publicidad y en la trivialidad mediática, debiera ocuparse de estos problemas, aprovechando que, pese a todas las desigualdades que se imponen, cada vez más, en la vida colectiva, existe un momento, uno sólo, en el cual todos son iguales, aquel que se produce al meter una papeleta en la urna.

Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.

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